sábado, 26 de mayo de 2007

Celebración del matrimonio (voz incluida en el Diccionario General de Derecho canónico, de próxima publicación)

Sumario: 1. Misterio y celebración. 2. Las bodas. 3. Las antiguas tradiciones nupciales. 3. Celebración nupcial y consentimiento matrimonial. 4. La celebración del matrimonio cristiano en la actualidad.

1. Misterio y celebración

En toda fiesta nupcial se celebra el «misterio» escondido de Dios, es decir, el designio amoroso de Dios con respecto al hombre. Dios es amor, comunión de personas, y ha dispuesto desde antes de la Creación del mundo la elección en Cristo de personas llamadas a participar de la eterna vida divina (Cf. Ef. 1, 1-5; 3, 1-5; 5, 28-35). La unión del hombre y de la mujer en irrevocable alianza de amor es un «misterio» celebrado por todas las civilizaciones y sociedades humanas. Los cristianos sabemos cuál es el significado último de este misterio: el ser figura y signo de la Encarnación del Verbo. Análogamente a como el hombre y la mujer ya no son dos, sino una sola carne, así también «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). La noción bíblica de «carne» es el eje en el que engarza el misterio de la familia humana y el «misterio grande» de la divinización del hombre al entrar a formar parte en la familia divina.
La teología del siglo XX ha profundizado mucho en la dimensión nupcial del misterio cristiano. La sacramentalidad originaria del matrimonio y de la familia encuentra su fundamento en la acción creadora de Dios, que creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. El misterio de amor de Dios es manifestado en la primera teofanía: la creación de Adán y Eva. El hecho fue experimentado por ellos como una celebración festiva: «esta vez sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos». El matrimonio no perdió su dignidad originaria por razón de la caída de nuestros primeros padres. Sin embargo, la relación conyugal quedó afectada por las consecuencias perturbadoras del pecado original con el que nacemos todos los descendientes de Adán y Eva. Jesucristo elevó el matrimonio a la dignidad de Sacramento de la Nueva Alianza confiriéndole una especial firmeza. Por esta razón, los cristianos celebran el matrimonio respetando las costumbres nupciales de cada pueblo o sociedad, al mismo tiempo que han elaborado a lo largo de los siglos sus propias liturgias y normas jurídicas.

2. Las bodas

Las bodas son el modo más universal de celebración del matrimonio. Pueden definirse como aquel acto social y religioso en el que una comunidad celebra la alianza matrimonial de un hombre y una mujer mediante la que, entregándose recíprocamente, constituyen el matrimonio y la familia. La causalidad eficiente tanto del vínculo conyugal como de la misma comunidad familiar cabe encontrarla en el consentimiento matrimonial de los esposos.
La celebración nupcial es el «lugar» en que se ponen de manifiesto las tres dimensiones esenciales de todo matrimonio: interpersonal, festiva y sacramental. La principal es la dimensión interpersonal: la fiesta y el rito religioso nupcial se estructuran sobre la entrega recíproca de los esposos. La sociedad −y eventualmente la Iglesia, cuando se trata del matrimonio cristiano− reconoce el poder exclusivo de los esposos para constituirse en cónyuges, pero al mismo tiempo −a través de la fiesta y de los ritos religiosos− pone también de manifiesto las dimensiones social y sacramental, que son igualmente esenciales.
Hemos dicho que se trata del modo más universal de celebración del matrimonio. Es ésta una afirmación de carácter sociológico y antropológico con consecuencias jurídicas. En las sociedades más complejas, como son aquéllas que en la actualidad adoptan la configuración de Estado, las autoridades legislativas pueden establecer normas reguladoras de la celebración del matrimonio; normas que pueden superponerse o incluso quedar al margen de los ritos nupciales tradicionales. En esos casos, la celebración nupcial no tiene valor jurídico formal, es decir, constituye un conjunto de ritos irrelevantes para el Derecho del país al que pertenecen los esposos. Sólo la celebración formal, realizada conforme a las normas legales vigentes, posee relevancia jurídica. Conviene subrayar que lo que es esencial es siempre el reconocimiento social del matrimonio y no, en cambio, el modo concreto en que se realice dicho reconocimiento.
Por otra parte, hemos afirmado también que toda celebración nupcial presenta una dimensión sacramental litúrgica. En todas las culturas, en efecto, las bodas presentan elementos o ritos de carácter religioso, que forman parte de la fiesta nupcial. Esta dimensión es también esencial.

3. Las antiguas tradiciones nupciales

La mayoría de los pueblos en los que se desarrolló el cristianismo tenía tradiciones nupciales similares. Se distinguían dos fases bien diferenciadas. Una primera celebración conocida como esponsales, en la que los esposos (o sus padres o tutores) acordaban los extremos jurídicos y económicos del pacto conyugal. El matrimonio, por tanto, comenzaba a existir como un vínculo jurídico que unía no sólo a los esposos, sino también a las familias a las que éstos pertenecían. Pasado un tiempo, que podía variar mucho según las tradiciones o también en atención a la edad de los esposos, las familias se unían para celebrar la segunda fase, la propiamente nupcial, en la que la esposa pasaba a vivir con el marido. En la tradición semítica que heredó el cristianismo, la bendición de los esposos en el tálamo nupcial constituía un elemento importante. El tálamo constituía así un signo representativo del acto conyugal. No sólo de aquél en que el matrimonio es consumado, sino de todos los actos conyugales futuros. Los invitados a la boda reconocían la específica fecundidad humana −que debe distinguirse necesariamente de la mera fertilidad biológica− de los cónyuges, en quienes se actualizaría la bendición divina que recibieron Adán y Eva en los albores de la Historia.
Junto a los valores de carácter antropológico inherentes a las multiseculares tradiciones heredadas, los cristianos supieron descubrir otros de naturaleza teológica sacramental. Así, además de los ritos nupciales vigentes en las sociedades a las que pertenecían los esposos, los cristianos siguieron el consejo de san Ignacio de Antioquía de «casarse en el Señor», es decir, de recibir la bendición del Obispo. Por lo menos desde el siglo IV, la Iglesia de Oriente dio mucha importancia a la bendición del sacerdote así como a la antigua costumbre de coronar a los esposos. A partir del siglo VIII estos requisitos pasaron a ser constitutivos del sacramento del matrimonio, según esta tradición oriental (cf. CCE 1623).
El matrimonio fue comprendido desde el principio como un Sacramento de la Nueva Alianza (Ef 5, 21-35), por lo que se explica el hecho de que ya en los primeros siglos los esposos celebraran la Eucaristía en el día de su boda.
Una de las mayores aportaciones del cristianismo a la civilización consistió en descubrir el valor del consentimiento matrimonial como exclusiva causa eficiente del vínculo conyugal. De este modo, a diferencia de las tradiciones jurídicas contemporáneas en las que prevalecía la dimensión social, la Iglesia subrayó el primado de la dimensión interpersonal. Sólo un libérrimo acto de voluntad de las personas podría crear un vínculo en cuya constitución interviene el poder de Dios: «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Por lo tanto, no es la voluntad de los padres, ni la consumación física del acto sexual, ni el permiso de las autoridades civiles o religiosas la causa constitutiva del matrimonio. La máxima romana consensus facit nuptias recibió así una confirmación y también una profundización por parte de la tradición cristiana.
Pero no sólo se profundizó en el concepto de consentimiento matrimonial, sino que también se descubrieron nuevos significados teológicos del acto conyugal en el que se consuma el matrimonio. Los teólogos medievales advirtieron que mientras el consentimiento matrimonial era signo de la unión de Cristo con la Iglesia por el amor, la consumación significaba la Encarnación en la que el Verbo se hizo una sola carne con la Humanidad. Así como la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios es ya irreversible, análogamente el matrimonio rato y consumado −en el que se significa dicha unión− sólo puede disolverse por la muerte de uno de los cónyuges. Adviértase que el concepto de consumación del matrimonio es cristiano: sólo se hablaba de ella cuando los esposos eran bautizados.

4. Celebración nupcial y consentimiento matrimonial

En las tradiciones antiguas no existía un momento preciso para manifestar el consentimiento matrimonial, tal como conocemos hoy en la tradición occidental. El consentimiento matrimonial, causa eficiente del vínculo, se consideraba implícito en la realización de los distintos ritos nupciales. Así, en el caso en que los esponsales hubiesen sido realizados por los padres o tutores, debido a la corta edad de los esposos, entonces se consideraba expresado el consentimiento a través de la cópula conyugal.
A partir del siglo XII el consentimiento comenzó a ser explícitamente expresado hasta llegar a constituir el corazón mismo de la liturgia nupcial.
En primer lugar, la doctrina teológica realizó los últimos desarrollos de la teoría del consentimiento matrimonial, que se tradujeron en importantes cambios rituales en la liturgia y en la disciplina jurídica. El problema que desencadenó este progreso doctrinal se conocía con el nombre de sponsa duorum. En el caso en que una mujer hubiese manifestado su consentimiento a dos hombres distintos, ¿cuál de ellos debía prevalecer? La respuesta no era sencilla. Si el primer consentimiento hubiese sido sólo esponsal y no hubiese sido consumado, entonces debería prevalecer un consentimiento matrimonial manifestado a través de la cópula conyugal, realizada con el segundo esposo. En el fondo, se planteaba la alternativa: ¿celebración o consentimiento? El consentimiento manifestado al primer hombre era esponsal y ritual; el segundo, en cambio, se realizaba al margen de los ritos. Lo que para las tradiciones jurídicas antiguas constituía un adulterio, para los nuevos teólogos era un auténtico matrimonio sacramental rato y consumado.
Otra escuela teológica −la de Pedro Lombardo− proponía la distinción de dos tipos de consentimiento según las intenciones y las palabras pronunciadas. Si el consentimiento era de futuro −ése era el caso de los esponsales− no podía ser considerado auténticamente matrimonial. Sólo el consentimiento manifestado con palabras de presente era la causa eficiente del vínculo.
Las costumbres nupciales variaron hasta tal punto que la celebración nupcial tendió a unificar los esponsales en una unidad de acto. En Francia, durante el siglo XII, se extendió la costumbre de celebrar los esponsales a la entrada de la iglesia, antes de la celebración eucarística. El consentimiento comenzó así a manifestarse con palabras de presente durante la Misa. Todavía en el vigente ritual del sacramento del Matrimonio queda un rastro de la antigua tradición desde el momento en que el sacerdote puede ir hasta la puerta de la iglesia, para recibir a los esposos.
La celebración del matrimonio en una sola ceremonia, centrada en el consentimiento matrimonial, supuso un desarrollo muy importante de la teología y del derecho matrimonial. Mientras en la tradición latina, los esposos son los ministros del sacramento, en la oriental, en cambio, lo es el sacerdote que bendice a los esposos.
La disyuntiva entre celebración o consentimiento se presentaba con toda claridad en los supuestos de clandestinidad, es decir, cuando los esposos se unían conyugalmente sin respetar los ritos y costumbres nupciales vigentes. Así sucedía habitualmente en el segundo consentimiento de la sponsa duorum. Pero la solución que recibió el problema a partir del siglo XII desequilibró la balanza hacia el consentimiento, con perjuicio de la celebración. Hasta ese momento, la Iglesia había mantenido una posición muy equilibrada. En la primera redacción del Decreto de Graciano (C. 30, q. 5, c. 7 dictum post) se resume la actitud de la Iglesia con respecto a los matrimonios clandestinos. «Son muchas las cosas que están prohibidas, pero que si se hacen, una vez hechas deben permanecer». El insigne canonista pone como ejemplo precisamente los matrimonios clandestinos. No por haber infringido la obligación de casarse según los ritos tradicionales −descritos en los cánones anteriores al dictum− el matrimonio debía ser nulo, pero para que pudiera ser considerado válido era necesario que existiera una verdadera voluntad matrimonial. De otro modo, las uniones sexuales en las que faltasen los signos nupciales no deberían ser tenidas por matrimonios, sino más bien por adulterios, fornicaciones, estupros, contubernios, etc. Se trataba de una solución magistral al problema de los matrimonios clandestinos: 1) los ritos nupciales son necesarios; 2) el consentimiento es causa eficiente del vínculo; 3) sin los ritos, debe presumirse que no hay voluntad matrimonial; 4) cabe, sin embargo, prueba en contrario; 5) en ese caso, el matrimonio habría sido válidamente contraído.
Esta actitud tan equilibrada no prosperó en los siglos siguientes. Se tendería a presumir que el consentimiento matrimonial era válido aunque hubiese sido manifestado al margen de toda celebración nupcial. Esta presunción general de validez de los matrimonios clandestinos se convirtió en una auténtica plaga social. Baste pensar que la mayoría de causas matrimoniales presentadas en los tribunales eclesiales tenían por objeto la declaración de validez del vínculo. El cónyuge que se sentía traicionado presentaba la demanda para que se declarase la existencia de un vínculo matrimonial ante el cónyuge que negaba su existencia. La mera convivencia more uxorio podía bastar para probar la existencia de un consentimiento matrimonial, a pesar de que no hubiera mediado celebración alguna.
El mundo moderno afrontó este problema −realmente grave− y lo resolvió mediante una disposición normativa sin precedentes. La Iglesia Católica, en el Concilio de Trento, estableció un requisito de validez del consentimiento matrimonial: que fuese manifestado ante un testigo cualificado (el párroco o un sacerdote delegado) y dos testigos comunes. Solución idéntica había sido planteada en los Estados que acogieron la Reforma protestante. De este modo, la balanza se desequilibró por el otro lado. A partir de este momento, la presunción de nulidad del consentimiento matrimonial clandestino pasaba a ser absoluta. La alternativa celebración o consentimiento se resolvía subrayando la importancia del primer término. El consentimiento seguía siendo la causa eficiente del matrimonio, pero ahora era necesario que se manifestase formalmente.
De las tres posiciones reseñadas, la más equilibrada era la que magistralmente sintetizó Graciano, pues mantenía con toda claridad la primacía del principio consensual al mismo tiempo que respetaba la esencialidad de los ritos y costumbres nupciales y litúrgicas. En las otras dos posiciones se pierde dicho equilibrio, bien a favor del consentimiento matrimonio o bien a favor de la celebración formal.

5. La celebración del matrimonio cristiano en la actualidad

«En el rito latino, la celebración del Matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo» (CCE 1621).
En la actualidad, y así sucede desde el Concilio de Trento, se puede distinguir la forma canónica −consistente en el conjunto de requisitos de validez formal del consentimiento recogidos en los cánones 1108 ss. CIC− y la forma litúrgica, que se recoge en el Ritual del Matrimonio. Normalmente ambas coinciden en la misma celebración, pero podría no ser así. Desde el punto de vista canónico, el matrimonio no sería válido si se celebrase el rito litúrgico del Matrimonio −dentro o fuera de la Misa− pero no se respetase la obligación de la forma canónica; y al revés, bastaría que el consentimiento se manifestase a las personas indicadas en el canon 1108, aunque fuera al margen de toda celebración litúrgica, para que el consentimiento matrimonial fuese válido.

Bibliografía

J. Carreras, Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998; M. A. Ortiz, Sacramento y forma del matrimonio, Eunsa, Pamplona 1995.


Joan CarrerasValladolid, joancarr@gmail.com








jueves, 24 de mayo de 2007

Los esposos: voz que, Dios mediante, publicaré en un diccionario de Derecho Canónico

ESPOSOS
(Voz del diccionario general de Derecho canónico del Instituto Martín de Azpilcueta, de la Universidad de Navarra, de próxima publicación)

Sumario: 1. Terminología. − 2. El hombre y la mujer se convierten en esposos en virtud del consentimiento matrimonial. − 3. El vínculo conyugal es heterosexual por naturaleza. − 4. Los esposos son los ministros del sacramento del Matrimonio.


1. Terminología


Los esposos son el hombre y la mujer que manifiestan legítimamente el consentimiento matrimonial, mediante el cual se entregan recíprocamente en alianza irrevocable. En la antigüedad, el matrimonio se celebraba en dos etapas o fases jurídicas bien diferenciadas. En primer lugar, se realizaban los acuerdos jurídicos constitutivos del vínculo matrimonial: esposos eran las personas vinculadas por estos acuerdos, aunque a veces no hubiesen sido ellos mismos quienes los hubieran establecido, sino sus padres o tutores. En cambio, cuando ya se había realizado la segunda etapa o fase −la nupcial− se empleaban términos que designaban el hecho de que hubiera habido cohabitación: coniux, uxor, mulier coniugata. Cuando a partir del siglo XII se tendió a unificar las dos etapas en un solo acto jurídico, también perdió sentido esta distinción terminológica. A partir de entonces, carecía de relevancia la distinción entre esposos y cónyuges. En términos generales y según el lenguaje común y corriente, se trataría de sinónimos. No obstante, en sentido técnico la distinción puede todavía mantenerse en orden a la pervivencia de la dispensa del matrimonio rato y no consumado. Así, cabe todavía distinguir a los esposos de los cónyuges: los primeros serían aquellos que han contraído matrimonio en virtud del consentimiento; los segundos, en cambio, quienes han consumado el matrimonio mediante la cópula conyugal. El sacramento matrimonial de los primeros sería todavía disoluble, como sucede en el caso de la dispensa super rato; el de los segundos, en cambio, sería absolutamente indisoluble (excepto por la muerte). De todos modos, no parece necesario mantener esta distinción terminológica y en general pueden tratarse ambos términos como sinónimos. Tanto los esposos como los cónyuges son las partes del vínculo conyugal, con independencia de que éste haya sido o no consumado, principalmente porque la consumación se presume en virtud de la cohabitación.
En el contexto cultural de Occidente parece oportuno mantener unidas estas dos acepciones esenciales del término: una relativa al consentimiento matrimonial; otra, en cambio, a la consumación del matrimonio.

2. El hombre y la mujer se convierten en esposos en virtud del consentimiento matrimonial

La tradición cristiana llegó a superar la estructura bifásica de la celebración nupcial al reconocer que la única causa eficiente del vínculo conyugal es el consentimiento matrimonial. Los actos jurídicos tradicionales que constituían la primera fase o etapa del matrimonio se mantuvieron, pero perdiendo su anterior eficacia jurídica. Si antes constituían un primer momento constitutivo del vínculo, ahora, en cambio, pasaron a ser una simple promesa de matrimonio. Los novios no son esposos todavía, a pesar de que puedan haber contraído los esponsales y hayan expresado un consentimiento matrimonial en términos o palabras de futuro.
El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad, expresado con palabras de presente, por el que el hombre y la mujer se entregan recíprocamente en alianza irrevocable para constituir matrimonio. No hay acto humano de mayor relevancia jurídica: los esposos se hacen recíprocamente responsables de la perfección personal del otro en el ámbito de lo conyugal, es decir, en cuanto esposo y esposa. Los esposos están ligados por un vínculo de naturaleza familiar: «Así que el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6), se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente por la íntima unión de sus personas y actividades. Esta íntima unión, como mutua entrega de las personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (GS 48).
La naturaleza familiar del vínculo conyugal ha quedado oscurecida a lo largo de los siglos. Entre otras, han contribuido a ello las siguientes razones.
En primer lugar, una visión antropológica de tipo individualista. La unión entre el hombre y la mujer consistiría en un vínculo jurídico que ligaría a las personas de una manera extrínseca, en virtud del pacto conyugal. En esta visión antropológica, los esposos serían dos individuos ligados por un compromiso, pero no una nueva realidad conyugal que pueda corresponder a las palabras de Jesús: «Ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6). La reflexión acerca de la naturaleza familiar del vínculo conyugal sólo ha podido desarrollarse convenientemente gracias a la corriente personalista, que comprende al hombre como un ser en relación llamado a la comunión y no como un simple individuo.
En segundo lugar, el hecho de que a partir del siglo XII se considerase el consentimiento matrimonial como un contrato sinalagmático, mediante el que los esposos se intercambiaban derechos y deberes de naturaleza sexual (potestas ad copulam, ius in corpus). Haber tratado el consentimiento matrimonial como un contrato tuvo notables efectos. Aunque algunos de ellos fueran positivos −por ejemplo, la equiparación de la mujer con respecto al varón, en orden a su dignidad: ambos son iguales para el Derecho−, otros fueron muy perjudiciales. La supuesta naturaleza contractual del consentimiento alejaría la figura del vínculo matrimonial del ámbito que le debería ser propio −el Derecho de familia− para aplicarle categorías jurídicas que por proceder del ámbito patrimonial no le convenían. De este modo, la «indisoluble unidad» del vínculo conyugal quedaría privada de un fundamento racional que la hiciese comprensible o aceptable al hombre y a la mujer contemporáneos.
La comprensión individualista y utilitarista del matrimonio supuso también un fuerte obstáculo para profundizar en la relación entre amor y vínculo conyugal. El amor es debido en justicia a partir precisamente del pacto conyugal. Hasta ese momento, los novios se aman con un amor de naturaleza diferente. Eso no significa que el amor de los novios carezca de relevancia jurídica. La puede tener y de hecho la tuvo en la antigüedad. Significa, en cambio, que el vínculo de justicia es de naturaleza familiar, de manera que las obligaciones de los esposos dimanan existencialmente de la relación conyugal y están modalizadas por las circunstancias que en cada momento atraviesen, teniendo en cuenta no sólo el bien de ellos sino también el de los restantes miembros de la familia que han constituido. Las propiedades del vínculo, así como la gravedad de las obligaciones que derivan, sólo encuentran justificación racional en la recíproca entrega de las personas.

3. El vínculo conyugal es heterosexual por naturaleza

La cultura de género, tan extendida en la actualidad en la civilización occidental, se fundamenta en unos presupuestos antropológicos: individualismo, utilitarismo, contractualismo. Si el matrimonio fuese un vínculo contractual, creado por la libre convención de los particulares, la heterosexualidad podría comprenderse como una cortapisa de la libertad, como un residuo cultural que sería necesario superar en aras del progreso.
No es el momento de valorar críticamente la cultura de género, pero sí de exponer algunas razones antropológicas y teológicas que fundamentan el requisito de la heterosexualidad.
Por lo que respecta a las razones antropológicas, cabe señalar, en primer lugar, que la heterosexualidad es presupuesto de la relación conyugal por ser ésta la fuente originaria de las restantes relaciones familiares. Lejos de suponer un residuo cultural, la heterosexualidad constituye un presupuesto esencial de todo sistema de parentesco, es decir, del modo culturalmente organizado y vigente en que se presentan −a través del lenguaje− las relaciones interpersonales que derivan de la condición sexuada de un sujeto. Los sistemas de parentesco no son infinitos. Sólo perduran aquéllos que mejor cumplen la misión de garantizar la transmisión de los valores culturales de unas generaciones a otras. La heterosexualidad no es una ley o norma del sistema, sino más bien un presupuesto fundamental del mismo. Suprimida la heterosexualidad, el sistema dejaría de existir.
Las costumbres nupciales de la mayoría de las sociedades muestran cómo la heterosexualidad es condición esencial del acto conyugal. Este acto convierte a los esposos en cónyuges. En el acto conyugal los esposos adquieren un conocimiento personal y afectivo de sus personas: les confiere como la confirmación y una mayor conciencia de la unidad que han pasado a constituir en virtud del pacto conyugal y les abre a la adquisición de una nueva relación con el hijo por ellos engendrado. En la mayoría de los pueblos, las tradiciones nupciales giran en torno al acto conyugal. En las antiguas tradiciones judías y cristianas los familiares se agrupaban alrededor del tálamo para oír la bendición que el padre de familia o el sacerdote impartía sobre los esposos. El corazón de la celebración nupcial se encuentra precisamente en la fecundidad interpersonal de la relación conyugal. Ella es el origen y la fuente de las demás relaciones familiares. Esa es la razón por la que los parientes se agrupan alrededor del tálamo. Celebran el origen de las futuras relaciones: los futuros hijos, nietos, sobrinos, etc.
Las relaciones homosexuales carecen de fecundidad relacional no sólo porque son absolutamente infértiles desde el punto de vista biológico, sino sobre todo porque no pueden constituirse en una sola carne. Varón y mujer constituyen una unidad precisamente porque son términos subjetivos de una sola relación: cada uno de ellos es la referencia intrínseca al otro. Ser varón dice referencia a la mujer, así como ser mujer la dice respecto del varón. El consentimiento produce la unidad ontológica a la que está abierta la condición sexuada de toda persona. El consentimiento de dos personas homosexuales no produce ninguna unidad ontológica, sino que crea un vínculo jurídico de naturaleza meramente convencional. No hay ningún motivo público para festejar esas uniones.
Conviene insistir en el hecho de que no es la fertilidad biológica la que fundamenta la heterosexualidad conyugal. La familia encuentra su origen en el pacto conyugal, en cuya virtud los novios se constituyen en esposos. El Derecho canónico admite la posibilidad −ciertamente excepcional− de que los esposos puedan tener motivos lícitos para no consumar el matrimonio, así como defiende también la validez de las uniones matrimoniales celebradas por personas estériles. La validez del vínculo no está supeditada a la fertilidad biológica. Sin embargo, existen causas de nulidad relativas a la dimensión familiar del matrimonio: la imposibilidad antecedente y perpetua de realizar el acto conyugal, la exclusión del bonum prolis, la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, etc. La fecundidad conyugal se fundamenta en la condición heterosexual de los esposos, en cuanto presupuesto, y en la entrega recíproca que los esposos hacen de sus personas en el pacto conyugal. Los esposos son fecundos no por ser macho y hembra humanos, sino por razón de los dinamismos relacionales que despliega la recíproca entrega de sus personas.
Desde el punto de vista teológico cabe señalar que Dios bendijo a Adán y a Eva no sólo en cuanto personas, consideradas aisladamente, sino sobre todo en cuanto primera pareja conyugal en la que están representadas todas las que se formaran a partir de ellos. La heterosexualidad forma parte de la teología de la imagen: hombre y mujer constituyen juntos una mejor imagen de Dios Trino, que la que cada uno de ellos pueda suponer considerado por separado. Existe una teología del cuerpo, especialmente desarrollada por Juan Pablo II, que ratifica desde la fe cristiana las consideraciones realizadas desde la perspectiva meramente antropológica. Dios bendice únicamente las uniones conyugales, porque sólo ellas gozan de la fecundidad comunional e interpersonal que Él mismo les ha conferido mediante su bendición originaria.
A esto se une también el carácter sacramental de que goza el vínculo en el orden de la Creación. El signo del matrimonio de Cristo y la Iglesia sólo puede constituirlo la unión conyugal así como ha sido establecida por el Creador. Las palabras de san Pablo «misterio grande es éste» (Ef 5, 32) se refieren a la vez, en modos distintos, a la unión en virtud de la cual el hombre y la mujer son una sola carne (Gn 2, 24) y a la unión de Cristo con su Esposa. Para un cristiano, por tanto, la sola afirmación de la legitimidad de las relaciones homosexuales pone en entredicho la fe y la vocación cristiana. Al oscurecer el icono natural se oculta del misterio por él significado.

4. Los esposos son los ministros del sacramento del matrimonio

En la teología latina, los ministros del sacramento del matrimonio son los mismos cónyuges. Al entregarse el uno al otro en alianza irrevocable constituyen −a través de los signos del consentimiento y del acto conyugal− un sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 28-32).
Esta afirmación es aplicable tanto al matrimonio en el orden de la Creación −constituido por un hombre y una mujer, con independencia de la fe que ellos profesen− como en la economía de la Redención operada en Cristo Jesús. El vínculo conyugal sólo puede ser constituido por los esposos. El consentimiento no puede ser sustituido por ninguna autoridad de la Tierra.
Para que el matrimonio pueda ser sacramento cristiano −es decir, uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza− es necesario que ambos cónyuges estén bautizados. En el caso de que sólo lo estuviera uno de ellos, la doctrina católica −según la opinión común de los autores− enseña que no existe allí sacramento. Ciertamente, la unión participa de la sacramentalidad originaria del orden de la Creación, pero no cabe hablar del sacramento en sentido específicamente cristiano. La razón estriba en que la capacidad de significar la unión de Cristo con la Iglesia sólo se encuentra en el matrimonio en que ambos cónyuges estén capacitados por el sacramento del Bautismo. Lo que es elevado a sacramento es el matrimonio mismo. Si uno no está bautizado, el sacramento claudicaría.
En estos supuestos, para que el matrimonio pase a ser sacramento cristiano basta con que los cónyuges reciban el sacramento del Bautismo. Ello se realiza de manera automática, por el mismo hecho de haber sido bautizados, sin que sea necesaria la renovación del consentimiento o ceremonia alguna. Eso significa que si ambos cónyuges reciben en el mismo momento el Bautismo, con él reciben también el sacramento del Matrimonio. Si uno estaba bautizado, el sacramento del Matrimonio es recibido por ambos en el mismo instante en que se bautiza el otro cónyuge. En todos estos supuestos de recepción tardía del sacramento del Matrimonio por razón del Bautismo de ambos cónyuges, la consumación del matrimonio se realiza en la primera cópula conyugal que ellos realicen. La razón de ello estriba en que la consumación es un concepto sacramental. Con ella se perfecciona el signo de la unión de Cristo con la Iglesia. Una vez consumado, el matrimonio cristiano es absolutamente indisoluble, excepto por la muerte. Pero mientras nos se realice la primera cópula conyugal (después del bautismo) el matrimonio podría ser disuelto por el Romano Pontífice (cfr. can 1149 CIC).
Por otra parte, basta que uno de los cónyuges esté bautizado para que su matrimonio caiga bajo la jurisdicción de la Iglesia (cfr. can 1059 CIC). Es decir, el cónyuge bautizado será titular de los derechos y deberes de los fieles católicos y, por otra parte, el vínculo matrimonial estará también en el ámbito de competencia de los tribunales eclesiásticos.

Bibliografía

J. I. Bañares, La dimensión conyugal de la persona: de la antropología al derecho, Rialp, Madrid 2005; Carreras, J., Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998; P. J. Viladrich, El ser conyugal, Rialp, Madrid 2001.

Joan CarrerasValladolid, joancarr@gmail.com

sábado, 19 de mayo de 2007

Las tres escaleras del Capitolio, en Roma.

Os transcribo los epígrafes 19 y 20 de mi libro: Joan Carreras, Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998, 2ª edición.
En la Ciudad Eterna, en Roma, hay una colina que ha sido testigo directo de muchos siglos de civilización y que está coronada por una de las plazas más perfectas realizadas en la historia de la arquitectura: la plaza del Capitolio, de Miguel Angel. Allí está situado el ayuntamiento de Roma: el Comune. A pocos metros de distancia —en un nivel un poco superior— se encuentra también la iglesia de Santa María in ara coeli. Tanto a la plaza como a la iglesia se accede por medio de sendas majestuosas escalinatas, que están separadas por una tercera escalera de menores proporciones. Son las tres escaleras del Capitolio.

Por lo que a nosotros respecta, la más importante de las tres escalinatas es la que lleva a la iglesia de Santa María in ara coeli. Desde hace siglos, esta iglesia ha sido escenario de muchas celebraciones matrimoniales. También la escalera ha pasado a formar parte integrante de las costumbres nupciales del lugar. Del mismo modo que en la antigüedad la esposa era llevada en procesión hasta el tálamo nupcial; ahora, le compete al esposo subir en volandas a la novia por los ciento veinticuatro peldaños que componen la empinada escalinata. Es éste un espectáculo frecuente que hace las delicias de los innumerables turistas que visitan la ciudad de los césares.
A la escalera que conduce al Ayuntamiento de Roma no hay vinculada ninguna tradición nupcial. Pero desde que existe en Italia el sistema de matrimonio civil opcional —también para los católicos— puede reproducirse la misma escena que en la otra escalinata, pero esta vez para celebrar el rito civil del matrimonio.

Desde el exterior, y desde la perspectiva de un peatón que se encontrase al pie de la escalera, no parece que haya diferencia alguna entre uno y otro casamiento. Existe el mismo ambiente festivo. El vestido nupcial de la esposa no se diferencia tampoco en nada. Y, en ambos casos, al esposo le toca la dichosa tarea de subir en brazos a la novia a lo largo de la escalinata escogida.
Las dos escalinatas del Capitolio son actualmente —quizá por ironías de la historia— los mejores símbolos de estas dos realidades que han venido a llamarse «matrimonio civil» y «matrimonio canónico». Desde el punto de vista jurídico, los ritos en uno y en otro son muy parecidos. Lo único que cambia es que en un caso el consentimiento es pronunciado en presencia y a petición de un funcionario público, que declarará casados a los esposos, ante la presencia de un número discrecional de testigos, variable según sea el ordenamiento jurídico de que se trate. En el otro caso, en cambio, el consentimiento es manifestado ante un sacerdote y dos testigos comunes. En un caso, el funcionario leerá los artículos del Código civil donde se pasa lista a los derechos y deberes fundamentales de la vida conyugal. En el otro, en cambio, será el sacerdote que procurará iluminar la inteligencia y mover los corazones de los esposos, mediante una homilía, para que estos puedan comprender en profundidad la significación teológica y espiritual de lo que están celebrando.

Pero en el Capitolio hay —como ya hemos anticipado— una tercera escalinata de menores proporciones y cuyo acceso permanece actualmente cerrado. Se ve enseguida que en algún momento no muy lejano de la historia dicha escalera ha gozado de un cierto esplendor. En la actualidad, en cambio, produce un poco de tristeza debido al estado de abandono en que se encuentra. La pérgola que recubre todo el recorrido de la escalinata y que en otros tiempos habría estado adornada de rosas, hoy ha quedado reducida a una estructura metálica enmohecida y oxidada. Los guías turísticos —apelando a la imaginación y fantasía de los visitantes— suelen explicar que esa es la escalera de los enamorados. Debió serlo, a buen seguro. A mí, sin embargo, me parece que dicha escalera constituye el símbolo de las uniones «no festivas» o asociales.

La diferencia entre esta escalera y las otras dos es que, en ésta, sobran los acompañantes, los fotógrafos, los aplausos, los testigos, los rituales y las rociadas de arroz. Es una ascensión que sólo pueden iniciar los «enamorados», porque toda ella está como dirigida a crear el entorno romántico que el amor afectivo y sentimental necesita. Cualquier presencia de un tercero sería interpretada como una intromisión insoportable.

El hecho de que sobren acompañantes y fotógrafos es mucho más significativo de lo que parece. La «escalera de los enamorados del Capitolio» no conduce a ningún sitio. No acaba ni en la Iglesia ni el Comune de Roma; es decir, no acaba en el matrimonio. Quienes emprenden la ascensión de esa escalera son todos aquellos que sólo quieren vivir intensamente los aspectos afectivos y pasionales del matrimonio, sin pretender afrontar ninguna responsabilidad personal y jurídica del amor que les lleva a unirse. No hay responsabilidad porque no existe un compromiso verdadero. Están atados únicamente por las engañosas promesas del amor erótico; se repiten el «para siempre» de los enamorados, pero no son capaces de decirlo en voz alta y en presencia de todo el universo. Quienes emprenden aquella escalera no ascienden, más bien descienden por un plano que lleva al pudrimiento del amor sexual. Porque un amor que no conduce a la mutua entrega no es un amor digno de las personas. Y un amor de esta naturaleza no es festejable. Sólo se festeja lo que es bueno, lo que es digno del ser humano.

En definitiva, lo que realmente «mata» al amor —el principio de podredumbre— es el hecho de iniciar una ascensión por una escalera que no conduce a ningún sitio; la voluntad de vivir una vida sin ningún sentido o finalidad. Quien sube por las escaleras «matrimoniales», en cambio, tiene la finalidad de escribir la co-biografía del otro, lo cual es un fin muy preciso, para el que se requiere toda la vida. En la realización del otro como esposo o esposa se encuentra también como parte esencial la ordenación del matrimonio a la familia. Precisamente porque el acto del consentimiento no es un acto privado ni público, sino «personal», tampoco sería matrimonial un acto de consentimiento que excluyese la apertura a la generación de la prole, la apertura a la vida, el cumplimiento de la perfección de la masculinidad o feminidad del otro cónyuge. Un consentimiento que excluye los hijos guarda mucha semejanza con las uniones de hecho, precisamente porque los que toman esa senda quieren «recorrerla por recorrerla». Exactamente lo mismo que quienes suben por la escalera del centro, cubierta por la hiedra y las flores. Con la apariencia de recorrer un camino que conduce a la felicidad, en realidad, no se va a ningún sitio: se quiere solamente vivir el momento, sentir la intensidad de la pasión. En definitiva, no se toma ninguno de los dos la molestia de comprometer la propia existencia en buscar la perfección personal del otro. Parte de esa perfección consiste en querer que el otro desarrolle —siempre que sea posible— la potencial paternidad o maternidad. La exclusión de esa dimensión de la fecundidad de la persona es equivalente a una instrumentalización del otro, en quien ya no se ve un bien en sí mismo, sino un bien útil.

Por otra parte, un amor erótico, puramente sentimental, que no se perfecciona por la mutua entrega de los esposos, es un amor que no es participable por los demás componentes de la familia y de la sociedad. Y en el caso de que fuera participable no estaríamos ante una auténtica fiesta nupcial, sino en algo parecido a la orgía. En las nupcias auténticas, los comensales se saben partícipes de la alegría de los esposos. No en vano es la alegría más alta que puede existir en esta tierra: amar de verdad y sentirse amado, con un amor fiel hasta la muerte. Es el júbilo que desborda el grito de Adán: «esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos». Esta alegría es tan intensa que no cabe en dos corazones solos y tiene que expandirse a la sociedad. Es el júbilo lo que es participable y, por eso, se inventan la música, los cantos y las danzas.
En cambio, no es participable la intimidad amorosa. Los invitados e incluso el sacerdote pueden llegar hasta el límite del tálamo nupcial, para acompañar a la esposa y bendecirla, como de hecho ha ocurrido durante siglos y siglos. Ahora bien, la intimidad sexual no es participable. Y cuando lo es, como ocurre con las orgías, entonces no estamos precisamente ante una fiesta, sino en una profunda degradación suya. Lo verosímil no es lo verdadero.

Estamos en condiciones de abandonar la tercera escalinata del Capitolio, porque quienes han subido por ella no son otros que los que quieren un «matrimonio» sin compromiso personal, sin fiesta, sin entrega.

Ahora, en cambio, vamos a estudiar hasta qué punto es lo mismo tomar una cualquiera de las otras dos escalinatas del Capitolio, ya que a simple vista parece que las dos ascensiones no difieren mucho desde fuera. Parece que se trate de la misma «ceremonia», pero efectuada ante autoridades distintas.


Una de las principales consecuencias de contemplar por separado las dos escalinatas del Capitolio es la de pensar que quienes suben por la escalera de la izquierda —que es la que conduce a la iglesia de Santa María in ara coeli— se están preparando para casarse de modo sagrado, es decir, para efectuar un rito litúrgico. Están convencidos —o al menos lo suelen estar— que sin fiesta sagrada, sin liturgia matrimonial, su matrimonio no estaría bien hecho, no sería auténtico, puesto que son cristianos y quieren actuar como tales.
Y, al contrario, quienes deciden subir por la escalera de la derecha parecen rechazar todo rastro de «rito sagrado», ya sea porque lo hacen de un modo ostensiblemente provocativo, ya sea porque proceden de un matrimonio canónico fracasado y no les queda más remedio que celebrar una segunda unión civil para legitimar una segunda o tercera empresa amorosa que se disponen a emprender.
Es difícil escapar de la sugestión de que los primeros realizan un rito sagrado; mientras que los segundos sólo se preparan a poner término a un negocio o formalidad civil y, por tanto, profana. La sugestión resulta potenciada por el hecho de que las escaleras conducen a edificios distintos. De ahí resultaría que sólo es posible «casarse por la Iglesia», «casarse por lo civil» o no casarse (que sería la tercera escalera).
Se trataría sin embargo de una auténtica sugestión, producida por la combinación conjunta de los que hemos llamado «espejismos matrimoniales de la cultura occidental». Quienes son víctimas de esta sugestión tienden a pensar que el matrimonio civil no tiene nada de sagrado ni de religioso y que si el matrimonio canónico lo es, ello se debe a la presencia del sacerdote y al lugar sagrado en el que tiene lugar la ceremonia.
Para superar esa sugestión, es preciso preguntarse sobre la naturaleza de los signos nupciales, en sí mismos considerados. La escalera —ya sea la de la derecha o la de la izquierda—, el hábito nupcial de la novia, el intercambio de los anillos, la emisión del consentimiento, el banquete nupcial, el vino con que todos los invitados brindan por el amor de los esposos, el beso que —en ese mismo contexto— se dan los esposos en algunos lugares, la música y el baile, y hasta el mismo tálamo nupcial y el acto que sobre él se realiza... ¿son elementos profanos o sagrados?

lunes, 14 de mayo de 2007

saludos a José y Cristina

Se incorporan al blog, como colaboradores, José y Cristina, que se casarán el 28 de julio.
Os mandamos saludos.

sábado, 12 de mayo de 2007

Liturgia de la boda de Curro y Elena

Hola Curro y Elena:
A continuación os voy a transcribir los principales textos de la liturgia que debéis tener en cuenta para vuestra boda.

1. Lectura del Libro del Génesis.

Toda la tierra hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar (el hombre) de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros:

- "Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos".

Emplearon ladrillos en vez de piedras, y alquitrán en vez de cemento. Y dijeron:

- "Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos, y para no dispersarnos por la superficie de la tierra".

El Señor bajó a ver la ciudad y a torre que estaban construyendo los hombres; y se dijo: - "Son un solo pueblo con una sola lengua. Si esto no es más que el comienzo de su actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Voy a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo".

El Señor los dispersó por la superficie de la tierra y cesaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó por la superficie de la tierra.

2. Salmo responsorial

R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. R.

R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas. R.

R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes. R.

R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. R.

R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

3. Segunda Lectura

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios

Hermanos:

Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino mejor.

Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.

Ya podría tener el don de predicación y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener una fe como para mover montañas; si no tengo amor, de nada me sirve.

Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.

El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.

Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.

El amor no pasa nunca.

4. Lectura del Santo Evangelio según san Juan

El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, en pie, gritaba: - "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva".

Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.

5. Rito del Matrimonio

Podéis encontrar en este vínculo las distintas fórmulas. Está escrito en word y podéis cortar y pegar la o las que prefirais.

http://www.iglesiaendaimiel.com/bodas/rito.doc

6. Peticiones

Y en este otro vínculo podéis escoger las peticiones (es decir, la Oración de los fieles) que más os gusten.

http://www.iglesiaendaimiel.com/bodas/Peticiones.doc

Hacer un librito cuesta un poquito más de lo que pensaba (me refiero a horas de trabajo). Además, lo que ponga aquí habría que trabajarlo luego en otro documento, de manera que el formato cambiaría y sería complicado. Por eso os sugiero que utilicéis este material que os propongo para suministrar de manera sencilla los textos a los lectores que vosotros seleccionéis para vuestra boda. Podéis darle un folio a cada uno con lo que tiene que leer para que se lo prepare con tiempo y lo pueda hacer con dignidad.

Espero que os sea de utilidad.

Un abrazo y hasta pronto

Joan

martes, 1 de mayo de 2007

¡Comprométete!

Hola amigos:
Os pido disculpas si quizá os habéis sentido medio obligados a participar en este blog.
Soy un poco impulsivo y cuando se me ocurre una idea que me parece buena intento ponerla en práctica, pero - ¡claro!- siempre que no sea a costa de los demás. Pensándolo bien, no os dejé muchas posibilidades de decir que no.
El que se tiene que comprometer soy yo: a preparar las siguientes sesiones y a daros algún material que os pueda servir.
Si vosotros tenéis tiempo de colgar alguna cosa o algún comentario, será realmente bienvenido, como ha sido el caso de Iván, que ha participado con un comentario. No os sintais obligados a escribir aquí. La libertad para hacerlo es absoluta.
A ver si soy capaz de alimentar este blog para vosotros y otras parejas que vendrán en el futuro...!
Un fuerte abrazo y gracias por todo
Joan