sábado, 26 de mayo de 2007

Celebración del matrimonio (voz incluida en el Diccionario General de Derecho canónico, de próxima publicación)

Sumario: 1. Misterio y celebración. 2. Las bodas. 3. Las antiguas tradiciones nupciales. 3. Celebración nupcial y consentimiento matrimonial. 4. La celebración del matrimonio cristiano en la actualidad.

1. Misterio y celebración

En toda fiesta nupcial se celebra el «misterio» escondido de Dios, es decir, el designio amoroso de Dios con respecto al hombre. Dios es amor, comunión de personas, y ha dispuesto desde antes de la Creación del mundo la elección en Cristo de personas llamadas a participar de la eterna vida divina (Cf. Ef. 1, 1-5; 3, 1-5; 5, 28-35). La unión del hombre y de la mujer en irrevocable alianza de amor es un «misterio» celebrado por todas las civilizaciones y sociedades humanas. Los cristianos sabemos cuál es el significado último de este misterio: el ser figura y signo de la Encarnación del Verbo. Análogamente a como el hombre y la mujer ya no son dos, sino una sola carne, así también «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). La noción bíblica de «carne» es el eje en el que engarza el misterio de la familia humana y el «misterio grande» de la divinización del hombre al entrar a formar parte en la familia divina.
La teología del siglo XX ha profundizado mucho en la dimensión nupcial del misterio cristiano. La sacramentalidad originaria del matrimonio y de la familia encuentra su fundamento en la acción creadora de Dios, que creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. El misterio de amor de Dios es manifestado en la primera teofanía: la creación de Adán y Eva. El hecho fue experimentado por ellos como una celebración festiva: «esta vez sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos». El matrimonio no perdió su dignidad originaria por razón de la caída de nuestros primeros padres. Sin embargo, la relación conyugal quedó afectada por las consecuencias perturbadoras del pecado original con el que nacemos todos los descendientes de Adán y Eva. Jesucristo elevó el matrimonio a la dignidad de Sacramento de la Nueva Alianza confiriéndole una especial firmeza. Por esta razón, los cristianos celebran el matrimonio respetando las costumbres nupciales de cada pueblo o sociedad, al mismo tiempo que han elaborado a lo largo de los siglos sus propias liturgias y normas jurídicas.

2. Las bodas

Las bodas son el modo más universal de celebración del matrimonio. Pueden definirse como aquel acto social y religioso en el que una comunidad celebra la alianza matrimonial de un hombre y una mujer mediante la que, entregándose recíprocamente, constituyen el matrimonio y la familia. La causalidad eficiente tanto del vínculo conyugal como de la misma comunidad familiar cabe encontrarla en el consentimiento matrimonial de los esposos.
La celebración nupcial es el «lugar» en que se ponen de manifiesto las tres dimensiones esenciales de todo matrimonio: interpersonal, festiva y sacramental. La principal es la dimensión interpersonal: la fiesta y el rito religioso nupcial se estructuran sobre la entrega recíproca de los esposos. La sociedad −y eventualmente la Iglesia, cuando se trata del matrimonio cristiano− reconoce el poder exclusivo de los esposos para constituirse en cónyuges, pero al mismo tiempo −a través de la fiesta y de los ritos religiosos− pone también de manifiesto las dimensiones social y sacramental, que son igualmente esenciales.
Hemos dicho que se trata del modo más universal de celebración del matrimonio. Es ésta una afirmación de carácter sociológico y antropológico con consecuencias jurídicas. En las sociedades más complejas, como son aquéllas que en la actualidad adoptan la configuración de Estado, las autoridades legislativas pueden establecer normas reguladoras de la celebración del matrimonio; normas que pueden superponerse o incluso quedar al margen de los ritos nupciales tradicionales. En esos casos, la celebración nupcial no tiene valor jurídico formal, es decir, constituye un conjunto de ritos irrelevantes para el Derecho del país al que pertenecen los esposos. Sólo la celebración formal, realizada conforme a las normas legales vigentes, posee relevancia jurídica. Conviene subrayar que lo que es esencial es siempre el reconocimiento social del matrimonio y no, en cambio, el modo concreto en que se realice dicho reconocimiento.
Por otra parte, hemos afirmado también que toda celebración nupcial presenta una dimensión sacramental litúrgica. En todas las culturas, en efecto, las bodas presentan elementos o ritos de carácter religioso, que forman parte de la fiesta nupcial. Esta dimensión es también esencial.

3. Las antiguas tradiciones nupciales

La mayoría de los pueblos en los que se desarrolló el cristianismo tenía tradiciones nupciales similares. Se distinguían dos fases bien diferenciadas. Una primera celebración conocida como esponsales, en la que los esposos (o sus padres o tutores) acordaban los extremos jurídicos y económicos del pacto conyugal. El matrimonio, por tanto, comenzaba a existir como un vínculo jurídico que unía no sólo a los esposos, sino también a las familias a las que éstos pertenecían. Pasado un tiempo, que podía variar mucho según las tradiciones o también en atención a la edad de los esposos, las familias se unían para celebrar la segunda fase, la propiamente nupcial, en la que la esposa pasaba a vivir con el marido. En la tradición semítica que heredó el cristianismo, la bendición de los esposos en el tálamo nupcial constituía un elemento importante. El tálamo constituía así un signo representativo del acto conyugal. No sólo de aquél en que el matrimonio es consumado, sino de todos los actos conyugales futuros. Los invitados a la boda reconocían la específica fecundidad humana −que debe distinguirse necesariamente de la mera fertilidad biológica− de los cónyuges, en quienes se actualizaría la bendición divina que recibieron Adán y Eva en los albores de la Historia.
Junto a los valores de carácter antropológico inherentes a las multiseculares tradiciones heredadas, los cristianos supieron descubrir otros de naturaleza teológica sacramental. Así, además de los ritos nupciales vigentes en las sociedades a las que pertenecían los esposos, los cristianos siguieron el consejo de san Ignacio de Antioquía de «casarse en el Señor», es decir, de recibir la bendición del Obispo. Por lo menos desde el siglo IV, la Iglesia de Oriente dio mucha importancia a la bendición del sacerdote así como a la antigua costumbre de coronar a los esposos. A partir del siglo VIII estos requisitos pasaron a ser constitutivos del sacramento del matrimonio, según esta tradición oriental (cf. CCE 1623).
El matrimonio fue comprendido desde el principio como un Sacramento de la Nueva Alianza (Ef 5, 21-35), por lo que se explica el hecho de que ya en los primeros siglos los esposos celebraran la Eucaristía en el día de su boda.
Una de las mayores aportaciones del cristianismo a la civilización consistió en descubrir el valor del consentimiento matrimonial como exclusiva causa eficiente del vínculo conyugal. De este modo, a diferencia de las tradiciones jurídicas contemporáneas en las que prevalecía la dimensión social, la Iglesia subrayó el primado de la dimensión interpersonal. Sólo un libérrimo acto de voluntad de las personas podría crear un vínculo en cuya constitución interviene el poder de Dios: «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Por lo tanto, no es la voluntad de los padres, ni la consumación física del acto sexual, ni el permiso de las autoridades civiles o religiosas la causa constitutiva del matrimonio. La máxima romana consensus facit nuptias recibió así una confirmación y también una profundización por parte de la tradición cristiana.
Pero no sólo se profundizó en el concepto de consentimiento matrimonial, sino que también se descubrieron nuevos significados teológicos del acto conyugal en el que se consuma el matrimonio. Los teólogos medievales advirtieron que mientras el consentimiento matrimonial era signo de la unión de Cristo con la Iglesia por el amor, la consumación significaba la Encarnación en la que el Verbo se hizo una sola carne con la Humanidad. Así como la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios es ya irreversible, análogamente el matrimonio rato y consumado −en el que se significa dicha unión− sólo puede disolverse por la muerte de uno de los cónyuges. Adviértase que el concepto de consumación del matrimonio es cristiano: sólo se hablaba de ella cuando los esposos eran bautizados.

4. Celebración nupcial y consentimiento matrimonial

En las tradiciones antiguas no existía un momento preciso para manifestar el consentimiento matrimonial, tal como conocemos hoy en la tradición occidental. El consentimiento matrimonial, causa eficiente del vínculo, se consideraba implícito en la realización de los distintos ritos nupciales. Así, en el caso en que los esponsales hubiesen sido realizados por los padres o tutores, debido a la corta edad de los esposos, entonces se consideraba expresado el consentimiento a través de la cópula conyugal.
A partir del siglo XII el consentimiento comenzó a ser explícitamente expresado hasta llegar a constituir el corazón mismo de la liturgia nupcial.
En primer lugar, la doctrina teológica realizó los últimos desarrollos de la teoría del consentimiento matrimonial, que se tradujeron en importantes cambios rituales en la liturgia y en la disciplina jurídica. El problema que desencadenó este progreso doctrinal se conocía con el nombre de sponsa duorum. En el caso en que una mujer hubiese manifestado su consentimiento a dos hombres distintos, ¿cuál de ellos debía prevalecer? La respuesta no era sencilla. Si el primer consentimiento hubiese sido sólo esponsal y no hubiese sido consumado, entonces debería prevalecer un consentimiento matrimonial manifestado a través de la cópula conyugal, realizada con el segundo esposo. En el fondo, se planteaba la alternativa: ¿celebración o consentimiento? El consentimiento manifestado al primer hombre era esponsal y ritual; el segundo, en cambio, se realizaba al margen de los ritos. Lo que para las tradiciones jurídicas antiguas constituía un adulterio, para los nuevos teólogos era un auténtico matrimonio sacramental rato y consumado.
Otra escuela teológica −la de Pedro Lombardo− proponía la distinción de dos tipos de consentimiento según las intenciones y las palabras pronunciadas. Si el consentimiento era de futuro −ése era el caso de los esponsales− no podía ser considerado auténticamente matrimonial. Sólo el consentimiento manifestado con palabras de presente era la causa eficiente del vínculo.
Las costumbres nupciales variaron hasta tal punto que la celebración nupcial tendió a unificar los esponsales en una unidad de acto. En Francia, durante el siglo XII, se extendió la costumbre de celebrar los esponsales a la entrada de la iglesia, antes de la celebración eucarística. El consentimiento comenzó así a manifestarse con palabras de presente durante la Misa. Todavía en el vigente ritual del sacramento del Matrimonio queda un rastro de la antigua tradición desde el momento en que el sacerdote puede ir hasta la puerta de la iglesia, para recibir a los esposos.
La celebración del matrimonio en una sola ceremonia, centrada en el consentimiento matrimonial, supuso un desarrollo muy importante de la teología y del derecho matrimonial. Mientras en la tradición latina, los esposos son los ministros del sacramento, en la oriental, en cambio, lo es el sacerdote que bendice a los esposos.
La disyuntiva entre celebración o consentimiento se presentaba con toda claridad en los supuestos de clandestinidad, es decir, cuando los esposos se unían conyugalmente sin respetar los ritos y costumbres nupciales vigentes. Así sucedía habitualmente en el segundo consentimiento de la sponsa duorum. Pero la solución que recibió el problema a partir del siglo XII desequilibró la balanza hacia el consentimiento, con perjuicio de la celebración. Hasta ese momento, la Iglesia había mantenido una posición muy equilibrada. En la primera redacción del Decreto de Graciano (C. 30, q. 5, c. 7 dictum post) se resume la actitud de la Iglesia con respecto a los matrimonios clandestinos. «Son muchas las cosas que están prohibidas, pero que si se hacen, una vez hechas deben permanecer». El insigne canonista pone como ejemplo precisamente los matrimonios clandestinos. No por haber infringido la obligación de casarse según los ritos tradicionales −descritos en los cánones anteriores al dictum− el matrimonio debía ser nulo, pero para que pudiera ser considerado válido era necesario que existiera una verdadera voluntad matrimonial. De otro modo, las uniones sexuales en las que faltasen los signos nupciales no deberían ser tenidas por matrimonios, sino más bien por adulterios, fornicaciones, estupros, contubernios, etc. Se trataba de una solución magistral al problema de los matrimonios clandestinos: 1) los ritos nupciales son necesarios; 2) el consentimiento es causa eficiente del vínculo; 3) sin los ritos, debe presumirse que no hay voluntad matrimonial; 4) cabe, sin embargo, prueba en contrario; 5) en ese caso, el matrimonio habría sido válidamente contraído.
Esta actitud tan equilibrada no prosperó en los siglos siguientes. Se tendería a presumir que el consentimiento matrimonial era válido aunque hubiese sido manifestado al margen de toda celebración nupcial. Esta presunción general de validez de los matrimonios clandestinos se convirtió en una auténtica plaga social. Baste pensar que la mayoría de causas matrimoniales presentadas en los tribunales eclesiales tenían por objeto la declaración de validez del vínculo. El cónyuge que se sentía traicionado presentaba la demanda para que se declarase la existencia de un vínculo matrimonial ante el cónyuge que negaba su existencia. La mera convivencia more uxorio podía bastar para probar la existencia de un consentimiento matrimonial, a pesar de que no hubiera mediado celebración alguna.
El mundo moderno afrontó este problema −realmente grave− y lo resolvió mediante una disposición normativa sin precedentes. La Iglesia Católica, en el Concilio de Trento, estableció un requisito de validez del consentimiento matrimonial: que fuese manifestado ante un testigo cualificado (el párroco o un sacerdote delegado) y dos testigos comunes. Solución idéntica había sido planteada en los Estados que acogieron la Reforma protestante. De este modo, la balanza se desequilibró por el otro lado. A partir de este momento, la presunción de nulidad del consentimiento matrimonial clandestino pasaba a ser absoluta. La alternativa celebración o consentimiento se resolvía subrayando la importancia del primer término. El consentimiento seguía siendo la causa eficiente del matrimonio, pero ahora era necesario que se manifestase formalmente.
De las tres posiciones reseñadas, la más equilibrada era la que magistralmente sintetizó Graciano, pues mantenía con toda claridad la primacía del principio consensual al mismo tiempo que respetaba la esencialidad de los ritos y costumbres nupciales y litúrgicas. En las otras dos posiciones se pierde dicho equilibrio, bien a favor del consentimiento matrimonio o bien a favor de la celebración formal.

5. La celebración del matrimonio cristiano en la actualidad

«En el rito latino, la celebración del Matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo» (CCE 1621).
En la actualidad, y así sucede desde el Concilio de Trento, se puede distinguir la forma canónica −consistente en el conjunto de requisitos de validez formal del consentimiento recogidos en los cánones 1108 ss. CIC− y la forma litúrgica, que se recoge en el Ritual del Matrimonio. Normalmente ambas coinciden en la misma celebración, pero podría no ser así. Desde el punto de vista canónico, el matrimonio no sería válido si se celebrase el rito litúrgico del Matrimonio −dentro o fuera de la Misa− pero no se respetase la obligación de la forma canónica; y al revés, bastaría que el consentimiento se manifestase a las personas indicadas en el canon 1108, aunque fuera al margen de toda celebración litúrgica, para que el consentimiento matrimonial fuese válido.

Bibliografía

J. Carreras, Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998; M. A. Ortiz, Sacramento y forma del matrimonio, Eunsa, Pamplona 1995.


Joan CarrerasValladolid, joancarr@gmail.com