sábado, 19 de mayo de 2007

Las tres escaleras del Capitolio, en Roma.

Os transcribo los epígrafes 19 y 20 de mi libro: Joan Carreras, Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998, 2ª edición.
En la Ciudad Eterna, en Roma, hay una colina que ha sido testigo directo de muchos siglos de civilización y que está coronada por una de las plazas más perfectas realizadas en la historia de la arquitectura: la plaza del Capitolio, de Miguel Angel. Allí está situado el ayuntamiento de Roma: el Comune. A pocos metros de distancia —en un nivel un poco superior— se encuentra también la iglesia de Santa María in ara coeli. Tanto a la plaza como a la iglesia se accede por medio de sendas majestuosas escalinatas, que están separadas por una tercera escalera de menores proporciones. Son las tres escaleras del Capitolio.

Por lo que a nosotros respecta, la más importante de las tres escalinatas es la que lleva a la iglesia de Santa María in ara coeli. Desde hace siglos, esta iglesia ha sido escenario de muchas celebraciones matrimoniales. También la escalera ha pasado a formar parte integrante de las costumbres nupciales del lugar. Del mismo modo que en la antigüedad la esposa era llevada en procesión hasta el tálamo nupcial; ahora, le compete al esposo subir en volandas a la novia por los ciento veinticuatro peldaños que componen la empinada escalinata. Es éste un espectáculo frecuente que hace las delicias de los innumerables turistas que visitan la ciudad de los césares.
A la escalera que conduce al Ayuntamiento de Roma no hay vinculada ninguna tradición nupcial. Pero desde que existe en Italia el sistema de matrimonio civil opcional —también para los católicos— puede reproducirse la misma escena que en la otra escalinata, pero esta vez para celebrar el rito civil del matrimonio.

Desde el exterior, y desde la perspectiva de un peatón que se encontrase al pie de la escalera, no parece que haya diferencia alguna entre uno y otro casamiento. Existe el mismo ambiente festivo. El vestido nupcial de la esposa no se diferencia tampoco en nada. Y, en ambos casos, al esposo le toca la dichosa tarea de subir en brazos a la novia a lo largo de la escalinata escogida.
Las dos escalinatas del Capitolio son actualmente —quizá por ironías de la historia— los mejores símbolos de estas dos realidades que han venido a llamarse «matrimonio civil» y «matrimonio canónico». Desde el punto de vista jurídico, los ritos en uno y en otro son muy parecidos. Lo único que cambia es que en un caso el consentimiento es pronunciado en presencia y a petición de un funcionario público, que declarará casados a los esposos, ante la presencia de un número discrecional de testigos, variable según sea el ordenamiento jurídico de que se trate. En el otro caso, en cambio, el consentimiento es manifestado ante un sacerdote y dos testigos comunes. En un caso, el funcionario leerá los artículos del Código civil donde se pasa lista a los derechos y deberes fundamentales de la vida conyugal. En el otro, en cambio, será el sacerdote que procurará iluminar la inteligencia y mover los corazones de los esposos, mediante una homilía, para que estos puedan comprender en profundidad la significación teológica y espiritual de lo que están celebrando.

Pero en el Capitolio hay —como ya hemos anticipado— una tercera escalinata de menores proporciones y cuyo acceso permanece actualmente cerrado. Se ve enseguida que en algún momento no muy lejano de la historia dicha escalera ha gozado de un cierto esplendor. En la actualidad, en cambio, produce un poco de tristeza debido al estado de abandono en que se encuentra. La pérgola que recubre todo el recorrido de la escalinata y que en otros tiempos habría estado adornada de rosas, hoy ha quedado reducida a una estructura metálica enmohecida y oxidada. Los guías turísticos —apelando a la imaginación y fantasía de los visitantes— suelen explicar que esa es la escalera de los enamorados. Debió serlo, a buen seguro. A mí, sin embargo, me parece que dicha escalera constituye el símbolo de las uniones «no festivas» o asociales.

La diferencia entre esta escalera y las otras dos es que, en ésta, sobran los acompañantes, los fotógrafos, los aplausos, los testigos, los rituales y las rociadas de arroz. Es una ascensión que sólo pueden iniciar los «enamorados», porque toda ella está como dirigida a crear el entorno romántico que el amor afectivo y sentimental necesita. Cualquier presencia de un tercero sería interpretada como una intromisión insoportable.

El hecho de que sobren acompañantes y fotógrafos es mucho más significativo de lo que parece. La «escalera de los enamorados del Capitolio» no conduce a ningún sitio. No acaba ni en la Iglesia ni el Comune de Roma; es decir, no acaba en el matrimonio. Quienes emprenden la ascensión de esa escalera son todos aquellos que sólo quieren vivir intensamente los aspectos afectivos y pasionales del matrimonio, sin pretender afrontar ninguna responsabilidad personal y jurídica del amor que les lleva a unirse. No hay responsabilidad porque no existe un compromiso verdadero. Están atados únicamente por las engañosas promesas del amor erótico; se repiten el «para siempre» de los enamorados, pero no son capaces de decirlo en voz alta y en presencia de todo el universo. Quienes emprenden aquella escalera no ascienden, más bien descienden por un plano que lleva al pudrimiento del amor sexual. Porque un amor que no conduce a la mutua entrega no es un amor digno de las personas. Y un amor de esta naturaleza no es festejable. Sólo se festeja lo que es bueno, lo que es digno del ser humano.

En definitiva, lo que realmente «mata» al amor —el principio de podredumbre— es el hecho de iniciar una ascensión por una escalera que no conduce a ningún sitio; la voluntad de vivir una vida sin ningún sentido o finalidad. Quien sube por las escaleras «matrimoniales», en cambio, tiene la finalidad de escribir la co-biografía del otro, lo cual es un fin muy preciso, para el que se requiere toda la vida. En la realización del otro como esposo o esposa se encuentra también como parte esencial la ordenación del matrimonio a la familia. Precisamente porque el acto del consentimiento no es un acto privado ni público, sino «personal», tampoco sería matrimonial un acto de consentimiento que excluyese la apertura a la generación de la prole, la apertura a la vida, el cumplimiento de la perfección de la masculinidad o feminidad del otro cónyuge. Un consentimiento que excluye los hijos guarda mucha semejanza con las uniones de hecho, precisamente porque los que toman esa senda quieren «recorrerla por recorrerla». Exactamente lo mismo que quienes suben por la escalera del centro, cubierta por la hiedra y las flores. Con la apariencia de recorrer un camino que conduce a la felicidad, en realidad, no se va a ningún sitio: se quiere solamente vivir el momento, sentir la intensidad de la pasión. En definitiva, no se toma ninguno de los dos la molestia de comprometer la propia existencia en buscar la perfección personal del otro. Parte de esa perfección consiste en querer que el otro desarrolle —siempre que sea posible— la potencial paternidad o maternidad. La exclusión de esa dimensión de la fecundidad de la persona es equivalente a una instrumentalización del otro, en quien ya no se ve un bien en sí mismo, sino un bien útil.

Por otra parte, un amor erótico, puramente sentimental, que no se perfecciona por la mutua entrega de los esposos, es un amor que no es participable por los demás componentes de la familia y de la sociedad. Y en el caso de que fuera participable no estaríamos ante una auténtica fiesta nupcial, sino en algo parecido a la orgía. En las nupcias auténticas, los comensales se saben partícipes de la alegría de los esposos. No en vano es la alegría más alta que puede existir en esta tierra: amar de verdad y sentirse amado, con un amor fiel hasta la muerte. Es el júbilo que desborda el grito de Adán: «esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos». Esta alegría es tan intensa que no cabe en dos corazones solos y tiene que expandirse a la sociedad. Es el júbilo lo que es participable y, por eso, se inventan la música, los cantos y las danzas.
En cambio, no es participable la intimidad amorosa. Los invitados e incluso el sacerdote pueden llegar hasta el límite del tálamo nupcial, para acompañar a la esposa y bendecirla, como de hecho ha ocurrido durante siglos y siglos. Ahora bien, la intimidad sexual no es participable. Y cuando lo es, como ocurre con las orgías, entonces no estamos precisamente ante una fiesta, sino en una profunda degradación suya. Lo verosímil no es lo verdadero.

Estamos en condiciones de abandonar la tercera escalinata del Capitolio, porque quienes han subido por ella no son otros que los que quieren un «matrimonio» sin compromiso personal, sin fiesta, sin entrega.

Ahora, en cambio, vamos a estudiar hasta qué punto es lo mismo tomar una cualquiera de las otras dos escalinatas del Capitolio, ya que a simple vista parece que las dos ascensiones no difieren mucho desde fuera. Parece que se trate de la misma «ceremonia», pero efectuada ante autoridades distintas.


Una de las principales consecuencias de contemplar por separado las dos escalinatas del Capitolio es la de pensar que quienes suben por la escalera de la izquierda —que es la que conduce a la iglesia de Santa María in ara coeli— se están preparando para casarse de modo sagrado, es decir, para efectuar un rito litúrgico. Están convencidos —o al menos lo suelen estar— que sin fiesta sagrada, sin liturgia matrimonial, su matrimonio no estaría bien hecho, no sería auténtico, puesto que son cristianos y quieren actuar como tales.
Y, al contrario, quienes deciden subir por la escalera de la derecha parecen rechazar todo rastro de «rito sagrado», ya sea porque lo hacen de un modo ostensiblemente provocativo, ya sea porque proceden de un matrimonio canónico fracasado y no les queda más remedio que celebrar una segunda unión civil para legitimar una segunda o tercera empresa amorosa que se disponen a emprender.
Es difícil escapar de la sugestión de que los primeros realizan un rito sagrado; mientras que los segundos sólo se preparan a poner término a un negocio o formalidad civil y, por tanto, profana. La sugestión resulta potenciada por el hecho de que las escaleras conducen a edificios distintos. De ahí resultaría que sólo es posible «casarse por la Iglesia», «casarse por lo civil» o no casarse (que sería la tercera escalera).
Se trataría sin embargo de una auténtica sugestión, producida por la combinación conjunta de los que hemos llamado «espejismos matrimoniales de la cultura occidental». Quienes son víctimas de esta sugestión tienden a pensar que el matrimonio civil no tiene nada de sagrado ni de religioso y que si el matrimonio canónico lo es, ello se debe a la presencia del sacerdote y al lugar sagrado en el que tiene lugar la ceremonia.
Para superar esa sugestión, es preciso preguntarse sobre la naturaleza de los signos nupciales, en sí mismos considerados. La escalera —ya sea la de la derecha o la de la izquierda—, el hábito nupcial de la novia, el intercambio de los anillos, la emisión del consentimiento, el banquete nupcial, el vino con que todos los invitados brindan por el amor de los esposos, el beso que —en ese mismo contexto— se dan los esposos en algunos lugares, la música y el baile, y hasta el mismo tálamo nupcial y el acto que sobre él se realiza... ¿son elementos profanos o sagrados?