jueves, 24 de mayo de 2007

Los esposos: voz que, Dios mediante, publicaré en un diccionario de Derecho Canónico

ESPOSOS
(Voz del diccionario general de Derecho canónico del Instituto Martín de Azpilcueta, de la Universidad de Navarra, de próxima publicación)

Sumario: 1. Terminología. − 2. El hombre y la mujer se convierten en esposos en virtud del consentimiento matrimonial. − 3. El vínculo conyugal es heterosexual por naturaleza. − 4. Los esposos son los ministros del sacramento del Matrimonio.


1. Terminología


Los esposos son el hombre y la mujer que manifiestan legítimamente el consentimiento matrimonial, mediante el cual se entregan recíprocamente en alianza irrevocable. En la antigüedad, el matrimonio se celebraba en dos etapas o fases jurídicas bien diferenciadas. En primer lugar, se realizaban los acuerdos jurídicos constitutivos del vínculo matrimonial: esposos eran las personas vinculadas por estos acuerdos, aunque a veces no hubiesen sido ellos mismos quienes los hubieran establecido, sino sus padres o tutores. En cambio, cuando ya se había realizado la segunda etapa o fase −la nupcial− se empleaban términos que designaban el hecho de que hubiera habido cohabitación: coniux, uxor, mulier coniugata. Cuando a partir del siglo XII se tendió a unificar las dos etapas en un solo acto jurídico, también perdió sentido esta distinción terminológica. A partir de entonces, carecía de relevancia la distinción entre esposos y cónyuges. En términos generales y según el lenguaje común y corriente, se trataría de sinónimos. No obstante, en sentido técnico la distinción puede todavía mantenerse en orden a la pervivencia de la dispensa del matrimonio rato y no consumado. Así, cabe todavía distinguir a los esposos de los cónyuges: los primeros serían aquellos que han contraído matrimonio en virtud del consentimiento; los segundos, en cambio, quienes han consumado el matrimonio mediante la cópula conyugal. El sacramento matrimonial de los primeros sería todavía disoluble, como sucede en el caso de la dispensa super rato; el de los segundos, en cambio, sería absolutamente indisoluble (excepto por la muerte). De todos modos, no parece necesario mantener esta distinción terminológica y en general pueden tratarse ambos términos como sinónimos. Tanto los esposos como los cónyuges son las partes del vínculo conyugal, con independencia de que éste haya sido o no consumado, principalmente porque la consumación se presume en virtud de la cohabitación.
En el contexto cultural de Occidente parece oportuno mantener unidas estas dos acepciones esenciales del término: una relativa al consentimiento matrimonial; otra, en cambio, a la consumación del matrimonio.

2. El hombre y la mujer se convierten en esposos en virtud del consentimiento matrimonial

La tradición cristiana llegó a superar la estructura bifásica de la celebración nupcial al reconocer que la única causa eficiente del vínculo conyugal es el consentimiento matrimonial. Los actos jurídicos tradicionales que constituían la primera fase o etapa del matrimonio se mantuvieron, pero perdiendo su anterior eficacia jurídica. Si antes constituían un primer momento constitutivo del vínculo, ahora, en cambio, pasaron a ser una simple promesa de matrimonio. Los novios no son esposos todavía, a pesar de que puedan haber contraído los esponsales y hayan expresado un consentimiento matrimonial en términos o palabras de futuro.
El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad, expresado con palabras de presente, por el que el hombre y la mujer se entregan recíprocamente en alianza irrevocable para constituir matrimonio. No hay acto humano de mayor relevancia jurídica: los esposos se hacen recíprocamente responsables de la perfección personal del otro en el ámbito de lo conyugal, es decir, en cuanto esposo y esposa. Los esposos están ligados por un vínculo de naturaleza familiar: «Así que el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6), se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente por la íntima unión de sus personas y actividades. Esta íntima unión, como mutua entrega de las personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad» (GS 48).
La naturaleza familiar del vínculo conyugal ha quedado oscurecida a lo largo de los siglos. Entre otras, han contribuido a ello las siguientes razones.
En primer lugar, una visión antropológica de tipo individualista. La unión entre el hombre y la mujer consistiría en un vínculo jurídico que ligaría a las personas de una manera extrínseca, en virtud del pacto conyugal. En esta visión antropológica, los esposos serían dos individuos ligados por un compromiso, pero no una nueva realidad conyugal que pueda corresponder a las palabras de Jesús: «Ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6). La reflexión acerca de la naturaleza familiar del vínculo conyugal sólo ha podido desarrollarse convenientemente gracias a la corriente personalista, que comprende al hombre como un ser en relación llamado a la comunión y no como un simple individuo.
En segundo lugar, el hecho de que a partir del siglo XII se considerase el consentimiento matrimonial como un contrato sinalagmático, mediante el que los esposos se intercambiaban derechos y deberes de naturaleza sexual (potestas ad copulam, ius in corpus). Haber tratado el consentimiento matrimonial como un contrato tuvo notables efectos. Aunque algunos de ellos fueran positivos −por ejemplo, la equiparación de la mujer con respecto al varón, en orden a su dignidad: ambos son iguales para el Derecho−, otros fueron muy perjudiciales. La supuesta naturaleza contractual del consentimiento alejaría la figura del vínculo matrimonial del ámbito que le debería ser propio −el Derecho de familia− para aplicarle categorías jurídicas que por proceder del ámbito patrimonial no le convenían. De este modo, la «indisoluble unidad» del vínculo conyugal quedaría privada de un fundamento racional que la hiciese comprensible o aceptable al hombre y a la mujer contemporáneos.
La comprensión individualista y utilitarista del matrimonio supuso también un fuerte obstáculo para profundizar en la relación entre amor y vínculo conyugal. El amor es debido en justicia a partir precisamente del pacto conyugal. Hasta ese momento, los novios se aman con un amor de naturaleza diferente. Eso no significa que el amor de los novios carezca de relevancia jurídica. La puede tener y de hecho la tuvo en la antigüedad. Significa, en cambio, que el vínculo de justicia es de naturaleza familiar, de manera que las obligaciones de los esposos dimanan existencialmente de la relación conyugal y están modalizadas por las circunstancias que en cada momento atraviesen, teniendo en cuenta no sólo el bien de ellos sino también el de los restantes miembros de la familia que han constituido. Las propiedades del vínculo, así como la gravedad de las obligaciones que derivan, sólo encuentran justificación racional en la recíproca entrega de las personas.

3. El vínculo conyugal es heterosexual por naturaleza

La cultura de género, tan extendida en la actualidad en la civilización occidental, se fundamenta en unos presupuestos antropológicos: individualismo, utilitarismo, contractualismo. Si el matrimonio fuese un vínculo contractual, creado por la libre convención de los particulares, la heterosexualidad podría comprenderse como una cortapisa de la libertad, como un residuo cultural que sería necesario superar en aras del progreso.
No es el momento de valorar críticamente la cultura de género, pero sí de exponer algunas razones antropológicas y teológicas que fundamentan el requisito de la heterosexualidad.
Por lo que respecta a las razones antropológicas, cabe señalar, en primer lugar, que la heterosexualidad es presupuesto de la relación conyugal por ser ésta la fuente originaria de las restantes relaciones familiares. Lejos de suponer un residuo cultural, la heterosexualidad constituye un presupuesto esencial de todo sistema de parentesco, es decir, del modo culturalmente organizado y vigente en que se presentan −a través del lenguaje− las relaciones interpersonales que derivan de la condición sexuada de un sujeto. Los sistemas de parentesco no son infinitos. Sólo perduran aquéllos que mejor cumplen la misión de garantizar la transmisión de los valores culturales de unas generaciones a otras. La heterosexualidad no es una ley o norma del sistema, sino más bien un presupuesto fundamental del mismo. Suprimida la heterosexualidad, el sistema dejaría de existir.
Las costumbres nupciales de la mayoría de las sociedades muestran cómo la heterosexualidad es condición esencial del acto conyugal. Este acto convierte a los esposos en cónyuges. En el acto conyugal los esposos adquieren un conocimiento personal y afectivo de sus personas: les confiere como la confirmación y una mayor conciencia de la unidad que han pasado a constituir en virtud del pacto conyugal y les abre a la adquisición de una nueva relación con el hijo por ellos engendrado. En la mayoría de los pueblos, las tradiciones nupciales giran en torno al acto conyugal. En las antiguas tradiciones judías y cristianas los familiares se agrupaban alrededor del tálamo para oír la bendición que el padre de familia o el sacerdote impartía sobre los esposos. El corazón de la celebración nupcial se encuentra precisamente en la fecundidad interpersonal de la relación conyugal. Ella es el origen y la fuente de las demás relaciones familiares. Esa es la razón por la que los parientes se agrupan alrededor del tálamo. Celebran el origen de las futuras relaciones: los futuros hijos, nietos, sobrinos, etc.
Las relaciones homosexuales carecen de fecundidad relacional no sólo porque son absolutamente infértiles desde el punto de vista biológico, sino sobre todo porque no pueden constituirse en una sola carne. Varón y mujer constituyen una unidad precisamente porque son términos subjetivos de una sola relación: cada uno de ellos es la referencia intrínseca al otro. Ser varón dice referencia a la mujer, así como ser mujer la dice respecto del varón. El consentimiento produce la unidad ontológica a la que está abierta la condición sexuada de toda persona. El consentimiento de dos personas homosexuales no produce ninguna unidad ontológica, sino que crea un vínculo jurídico de naturaleza meramente convencional. No hay ningún motivo público para festejar esas uniones.
Conviene insistir en el hecho de que no es la fertilidad biológica la que fundamenta la heterosexualidad conyugal. La familia encuentra su origen en el pacto conyugal, en cuya virtud los novios se constituyen en esposos. El Derecho canónico admite la posibilidad −ciertamente excepcional− de que los esposos puedan tener motivos lícitos para no consumar el matrimonio, así como defiende también la validez de las uniones matrimoniales celebradas por personas estériles. La validez del vínculo no está supeditada a la fertilidad biológica. Sin embargo, existen causas de nulidad relativas a la dimensión familiar del matrimonio: la imposibilidad antecedente y perpetua de realizar el acto conyugal, la exclusión del bonum prolis, la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, etc. La fecundidad conyugal se fundamenta en la condición heterosexual de los esposos, en cuanto presupuesto, y en la entrega recíproca que los esposos hacen de sus personas en el pacto conyugal. Los esposos son fecundos no por ser macho y hembra humanos, sino por razón de los dinamismos relacionales que despliega la recíproca entrega de sus personas.
Desde el punto de vista teológico cabe señalar que Dios bendijo a Adán y a Eva no sólo en cuanto personas, consideradas aisladamente, sino sobre todo en cuanto primera pareja conyugal en la que están representadas todas las que se formaran a partir de ellos. La heterosexualidad forma parte de la teología de la imagen: hombre y mujer constituyen juntos una mejor imagen de Dios Trino, que la que cada uno de ellos pueda suponer considerado por separado. Existe una teología del cuerpo, especialmente desarrollada por Juan Pablo II, que ratifica desde la fe cristiana las consideraciones realizadas desde la perspectiva meramente antropológica. Dios bendice únicamente las uniones conyugales, porque sólo ellas gozan de la fecundidad comunional e interpersonal que Él mismo les ha conferido mediante su bendición originaria.
A esto se une también el carácter sacramental de que goza el vínculo en el orden de la Creación. El signo del matrimonio de Cristo y la Iglesia sólo puede constituirlo la unión conyugal así como ha sido establecida por el Creador. Las palabras de san Pablo «misterio grande es éste» (Ef 5, 32) se refieren a la vez, en modos distintos, a la unión en virtud de la cual el hombre y la mujer son una sola carne (Gn 2, 24) y a la unión de Cristo con su Esposa. Para un cristiano, por tanto, la sola afirmación de la legitimidad de las relaciones homosexuales pone en entredicho la fe y la vocación cristiana. Al oscurecer el icono natural se oculta del misterio por él significado.

4. Los esposos son los ministros del sacramento del matrimonio

En la teología latina, los ministros del sacramento del matrimonio son los mismos cónyuges. Al entregarse el uno al otro en alianza irrevocable constituyen −a través de los signos del consentimiento y del acto conyugal− un sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 28-32).
Esta afirmación es aplicable tanto al matrimonio en el orden de la Creación −constituido por un hombre y una mujer, con independencia de la fe que ellos profesen− como en la economía de la Redención operada en Cristo Jesús. El vínculo conyugal sólo puede ser constituido por los esposos. El consentimiento no puede ser sustituido por ninguna autoridad de la Tierra.
Para que el matrimonio pueda ser sacramento cristiano −es decir, uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza− es necesario que ambos cónyuges estén bautizados. En el caso de que sólo lo estuviera uno de ellos, la doctrina católica −según la opinión común de los autores− enseña que no existe allí sacramento. Ciertamente, la unión participa de la sacramentalidad originaria del orden de la Creación, pero no cabe hablar del sacramento en sentido específicamente cristiano. La razón estriba en que la capacidad de significar la unión de Cristo con la Iglesia sólo se encuentra en el matrimonio en que ambos cónyuges estén capacitados por el sacramento del Bautismo. Lo que es elevado a sacramento es el matrimonio mismo. Si uno no está bautizado, el sacramento claudicaría.
En estos supuestos, para que el matrimonio pase a ser sacramento cristiano basta con que los cónyuges reciban el sacramento del Bautismo. Ello se realiza de manera automática, por el mismo hecho de haber sido bautizados, sin que sea necesaria la renovación del consentimiento o ceremonia alguna. Eso significa que si ambos cónyuges reciben en el mismo momento el Bautismo, con él reciben también el sacramento del Matrimonio. Si uno estaba bautizado, el sacramento del Matrimonio es recibido por ambos en el mismo instante en que se bautiza el otro cónyuge. En todos estos supuestos de recepción tardía del sacramento del Matrimonio por razón del Bautismo de ambos cónyuges, la consumación del matrimonio se realiza en la primera cópula conyugal que ellos realicen. La razón de ello estriba en que la consumación es un concepto sacramental. Con ella se perfecciona el signo de la unión de Cristo con la Iglesia. Una vez consumado, el matrimonio cristiano es absolutamente indisoluble, excepto por la muerte. Pero mientras nos se realice la primera cópula conyugal (después del bautismo) el matrimonio podría ser disuelto por el Romano Pontífice (cfr. can 1149 CIC).
Por otra parte, basta que uno de los cónyuges esté bautizado para que su matrimonio caiga bajo la jurisdicción de la Iglesia (cfr. can 1059 CIC). Es decir, el cónyuge bautizado será titular de los derechos y deberes de los fieles católicos y, por otra parte, el vínculo matrimonial estará también en el ámbito de competencia de los tribunales eclesiásticos.

Bibliografía

J. I. Bañares, La dimensión conyugal de la persona: de la antropología al derecho, Rialp, Madrid 2005; Carreras, J., Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998; P. J. Viladrich, El ser conyugal, Rialp, Madrid 2001.

Joan CarrerasValladolid, joancarr@gmail.com