miércoles, 27 de junio de 2007

Después de la boda



CRÍTICA por Julio Rodríguez Chico

El movimiento Dogma'95 se americaniza en este excelente melodrama que optó al Oscar® a mejor película de habla no inglesa durante la última edición. No se lo llevó porque sólo se concede un galardón y "La vida de los otros", de Florian Henckel von Donnersmarck, también es un gran film. Pero en esta ocasión tendrían que haber clonado la estatuilla y entregado una de ellas a Susanne Bier, quien aúna en su propuesta lo mejor de la estética promovida por Lars von Trier y la narrativa más ágil y trasparente del género norteamericano. El ensamblaje es tan perfecto que, unido a unas interpretaciones antológicas y a una interesantísima historia, logra que podamos hablar de una obra maestra, profunda, equilibrada y próxima a cualquier espectador.

Como en la reciente "Disparando a perros", de Michael Caton-Jones, la historia también nos habla de un cooperante que busca entre los niños pobres y abandonados, en este caso de Bombay, la manera de dar un sentido a su vida, lejos del vacío de la acomodada sociedad occidental. Entregado a esta buena causa, Jacob se ve obligado a viajar a su Dinamarca natal para gestionar una importante donación de un empresario, Jørgen, que permita mantener el orfanato a flote. Una vez allí, el benefactor aprovecha para invitarle a la boda de su hija, momento de inesperadas confesiones y encuentros que reabren múltiples heridas del pasado aún sin cicatrizar.

Lo que sucede “después de la boda”, tras el brindis de la novia, tendrá que verlo el propio espectador, que asiste a toda la proyección encandilado por una narrativa que avanza a buen ritmo y que en ningún momento decae, que se sirve de puntos de giro estratégicamente colocados en la trama para relanzarla en una nueva dirección, y que se apoya en unos diálogos ajustados y directos en los que no sobra ni falta nada. Guión perfectamente construido en torno a tres ”confesiones” y otras tantas confidencias en que los personajes intentan esclarecer quiénes son o quiénes deben ser, qué pretenden o qué podrán hacer con el tiempo que queda, o asimilar unas emociones y sorpresas de difícil digestión. Sin recurrir a flashbacks y con silencios esclarecedores, la historia exterior e interior avanza siempre por terreno seguro y con una fluidez narrativa asombrosa y cautivadora. Hay un par de momentos en los que parece que la historia se le va a ir de la mano a la directora para precipitarse hacia el melodrama lacrimógeno, pero entonces unas antológicas elipsis dejan en el espectador el sentimiento justo y preciso, remansado en la paz tras la tormenta, para a continuación seguir elaborando un retrato de familia con sus secretos y misterios.

Los personajes se definen no sólo por lo que dicen o hacen, sino por lo que expresan con unas miradas que esconden profundos dramas y sufrimientos, que se entrecruzan para desvelar culpas, temores y también un sincero amor por los suyos. Todos los actores, también los secundarios, realizan unas interpretaciones magistrales, contenidas aunque dejando entrever sentimientos genuinos y verdaderos. Los duros rasgos del rostro de Mads Mikkelsen no impiden que sus ojos trasmitan todo el dolor y la ira almacenados durante años, ni tampoco la ternura mostrada con los niños o con Anna. No es menor la sensación de autenticidad que trasmiten Sidse Babett Knudsen y Stine Fischer Christensen en sus papeles de madre e hija respectivamente, entre el desconcierto y el desamparo que las circunstancias les deparan, o la de un Rolf Lassgård que despliega toda la variedad de registros que el personaje paterno exige.

En ocasiones, el recurso a la cámara en mano puede molestar, desconcertar o desorientar al espectador. No sucede eso en la película de Susanne Bier, que sigue a los personajes en su búsqueda de la verdad y de la libertad interior, en su necesidad de liberarse de un lastre que pesa demasiado o de una angustia por un futuro que inquieta en extremo. No se excede la cámara en sus justificados movimientos, como no lo hace en los insertos o en los planos detalle que introduce en su afán por penetrar en la interioridad de los personajes, aunque a alguno le puedan parecer enfáticos. Todos los recursos están al servicio de una historia oculta que es preciso desvelar, de unos sentimientos que deben aflorar para sanar, de un tiempo que es muy valioso y que conviene aprovechar. Quizá por eso la directora también emplea un montaje sincopado que permita avanzar la historia sin entretenerse innecesariamente, contando con la inteligencia del espectador y también permitiéndole –facilitándole– los momentos justos de emoción e incluso de reflexión, necesarios para ahondar en el drama interior que se pretende abordar.

No le faltan escenas conmovedoras ni tampoco profundidad al abordar importantes cuestiones en torno a la paternidad y a la familia por adopción, a los afectos que nacen y a los que son traicionados, a los ideales y a los negocios, al tiempo pasado y al que queda por venir, a la enfermedad y la muerte. Por la pantalla desfilan personajes auténticos, con todos los matices y dilemas morales que la vida presenta. Jacob se debate entre sus obligaciones naturales y las asumidas en su labor solidaria; Anna tiene que replantearse su existencia tras conocer la verdad; Helene sufre el amor a la vez que el "engaño" y la desdicha; y Jorgen intenta comportarse como “un hombre bueno” que ha aprendido a valorar el tiempo que se tiene y que ha entendido que no se puede controlar todo. Entre ellos se tejen unas vigorosas y entrañables relaciones, de recriminación y perdón, de ruptura y consuelo, en que procuran evitarse el sufrimiento y preparar el día del después... La progresión dramática va pareja a la sensibilización hacia los problemas del otro, y la soledad deja paso a los lugares donde se encuentra afecto, mientras que la rabia o sorpresa se transforman en responsabilidad compartida, y los errores y segundas oportunidades se abren paso en una sociedad opulenta donde la familia no es protegida.

Ante una película como la que dirige Susanne Bier, tan bien rodada y montada, con un equilibrado y preciso guión, con unas interpretaciones en que los actores se esconden en sus personajes y desnudan sus almas, con unas historias tan auténticas como humanas, sólo queda aconsejar vivamente al lector que acuda a verla. Disfrutará con la verdad de unos personajes dispuestos a todo a pesar del pasado y del futuro, sentirá el desgarrón y la dureza de la vida sin recurrir a la violencia gratuita ni al nihilismo desalentador, y se emocionará lo justo para sentir vivamente unas realidades humanas de nuestro tiempo. Heredera del espíritu de "Italiano para principiantes", Lone Scherfig, y afín a alguna de las constantes de Isabel Coixet ("Mi vida sin mí"), por sus fotogramas se desliza una brisa de aire fresco que hace que el cine sea, a veces, un fiel reflejo del hombre, en su luminosidad contrastada por algunas e inevitables sombras, secretos y mentiras.



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