lunes, 4 de junio de 2007

La primera fiesta de la humanidad

(Transcribo unos párrafos del epígrafe 4 de mi libro Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Rialp, Madrid 1998)
En una cultura como la occidental, fuertemente imbuida por el Derecho, puede parecer un disparate sostener que una de las principales dimensiones del matrimonio sea la festiva. En efecto, desde el punto de vista jurídico —y siempre en el contexto de la cultura occidental— la celebración festiva del matrimonio es algo puramente anecdótico y accidental. Lo único verdaderamente importante es que el consentimiento haya sido expresado en la forma legítima establecida por la ley, de modo que pueda quedar constancia del nacimiento del vínculo conyugal. Que ese acto jurídico sea realizado de forma festiva o no es algo que no interesa a la autoridad estatal.
Si la ceremonia del matrimonio se ha realizado ante un testigo no autorizado por el Estado, el matrimonio se tiene por inexistente. Para el Estado es hoy mucho más importante cumplir con los requisitos legales de la ceremonia matrimonial que controlar cuál es la calidad humana y existencial del consentimiento que mutuamente se dan los esposos y cuáles la alegría y ambiente festivo que se crea a su alrededor. En la cultura jurídica occidental, el mundo del derecho se identifica con el mundo de las formas: testigos, registros, firmas, notificaciones, etc. Entre estos requisitos no se cuenta la fiesta nupcial. ¿Desde cuándo el Derecho ha tenido algo que ver con los sentimientos y con los festejos?
De todas formas —desde el punto de vista antropológico—, no es exagerado afirmar que en el matrimonio la dimensión festiva es también esencial. Obviamente, no estamos abogando por la nulidad de todos los matrimonios que han sido celebrados sin sentimientos de alegría y sin banquete y festejo nupcial. Simplemente, queremos poner de relieve que en toda época y en toda cultura, existe la fiesta nupcial.
Hasta tal punto es así que se ha podido observar, con una expresión que puede sorprender, que «la primera fiesta de la humanidad»[1] es tan vieja como el hombre mismo, puesto que se identifica con el primerísimo encuentro gozoso —el «flechazo» diríamos hoy— entre Adán y Eva, es decir, entre el primer varón y la primera mujer[2].
Antes de que Adán conociera a Eva, su situación en el mundo era la de la «soledad originaria». Se trata de una situación peculiar, puesto que nada tiene que ver con la soledad de quien siente la ausencia de compañía. Adán no era consciente de su soledad[3]. Sólo quien ha experimentado la «compañía» es capaz de conocer qué significa la soledad.
Hasta ese momento Adán está abocado al mundo. Dios coloca ante él todas las criaturas para que les ponga nombre, lo cual significa tanto como conocerlas profundamente o poseerlas[4], pero en ninguna encuentra una ayuda semejante a él. Adán se reconoce distinto al mundo: las cosas no son dignas de su amor, porque amor significa voluntad de identificación con el sujeto amado. La tarea de Adán antes de conocer a Eva es la de un «catalogador de existencias». Podemos imaginarnos a este hombre solitario totalmente concentrado en su tarea —verdaderamente ímproba— de dar nombre a todo, en una carrera sin término, porque nada de lo que encontraba y «catalogaba» era objeto digno de su amor. Adán es el símbolo del hombre alienado, es decir, del hombre que está fuera de sí, volcado en hacer cosas. El no se siente solo, como tampoco se siente aburrido. Más aún, podría decirse que no tiene tiempo para aburrirse, pues la multiplicidad de lo que tiene que conocer y nombrar supone un continuo desafío a su inteligencia.
Es Dios quien se da cuenta de la soledad de Adán y por eso se dispone a hacerle un regalo —un auténtico regalo de amor—. Hasta ese momento todas las cosas con las que se encuentra el primer ser humano han sido entregadas, es decir regaladas, pero también es cierto que la voluntad de Adán no puede reposar en ellas. No se puede amar una «cosa» o un «animal» en el sentido más profundo del término amar, porque quien ama las cosas de este modo se «cosifica». Por esta razón la voluntad no se sacia con las cosas, sino que siempre busca sin cesar «alguien» que pueda corresponder a su amor. Ese es precisamente el momento en que se produce la «primera fiesta de la humanidad».
«El encuentro con Eva resulta así como el encuentro de Adán consigo mismo, hecho posible porque en cierto modo su sí mismo ha sido puesto fuera de él y ante él. Se constituye de este modo la autoconciencia plena del hombre, que es conciencia de la unidad consigo mismo»[5]. Pero lo fundamental —para lo que a nosotros nos interesa— no es el hecho de que Adán se descubra a sí mismo mirando a Eva, lo cual ya es mucho, sino que en Eva logra descubrir el amor que Dios le tiene. La exclamación de intenso júbilo pronunciada por Adán —«Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona porque del varón ha sido tomada» (Gn 2, 22-23)— supone un grito festivo. Nada de lo que había visto y nombrado hasta ese momento era suficientemente valioso como para que fuera celebrado. Sólo al contemplar a Eva, Adán se da cuenta de que la santidad ha entrado en el mundo[6]. El cuerpo de Eva no es objeto de mera concupiscencia, o al menos no lo es exclusivamente, sino que constituye el «signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad»[7].
Así se puede comprender la verdad encerrada en esta profunda afirmación de Juan Pablo II: «Con esta conciencia del significado del propio cuerpo, el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de verdad y de amor. Se puede decir que Gen. 2, 23-25, relata como la primera fiesta de la humanidad en toda la plenitud originaria la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo: y es una fiesta de la humanidad, que trae origen de las fuentes divinas de la verdad y del amor en el misterio mismo de la creación. Y aunque, muy pronto, sobre esta fiesta originaria se extienda el horizonte del pecado y de la muerte (cf. Gen, 3), sin embargo, ya desde el misterio de la creación sacamos una primera esperanza: es decir, que el fruto de la economía divina de la verdad y del amor, que fue revelada desde “el principio”, no es la muerte, sino la vida, y no es tanto la destrucción del cuerpo del hombre creado a “imagen de Dios” cuanto más bien la “llamada a la gloria” (cf. Rom 8, 30)»[8].
Hasta que Dios crea a Eva, todo en la vida de Adán es fruto del trabajo y del esfuerzo personales (aunque no fuera trabajo penoso, gracias al estado de justicia original): la búsqueda de un nombre apropiado para cada criatura. En la mujer, Adán descubre algo que tiene el carácter de lo inesperado y gratuito: un don o regalo imprevisto. Eva es un don, un regalo ofrecido gratuitamente a Adán.
Es un buen ejercicio de imaginación ponerse en el lugar de Eva mientras espera que se despierte el hombre para el cual ha sido creada. También ella es una persona humana, creada por amor y para el amor[9], con una dignidad tan grande que toda actitud de uso o instrumentalización en relación a ella es gravemente ilícita. Sin embargo, cuando Adán despierte, ¿qué es lo que hará?
Debe advertirse que Eva fue consciente de su humanidad con anterioridad a Adán, porque éste dormía plácidamente a su costado. Ella tenía al hombre a su merced. Podía incluso acabar con él de una vez por todas, como han hecho algunas heroínas bíblicas –y no tan bíblicas— a lo largo de la historia. Podía también aprovechar ese momento de sueño para huir. Lógicamente, Eva advertiría rápidamente que la potencia muscular y física del varón era muy superior a la suya. Una pelea sería fatal para ella. Podría huir. Sin embargo, Eva aceptó el desafío y esperó a que Adán despertase de su letargo. Eva se reconoció a sí misma en Adán: no tenía ningún sentido ni matarlo ni huir de él. En ambos casos, Eva se estaría suicidando a sí misma como persona, es decir, como «regalo». Porque en esto consiste ser persona, ser y sentirse «don», «regalo».
Menos mal que la narración bíblica nos explica que Adán estuvo a la altura de la vocación recibida. Ciertamente, hubiera podido descubrir en su compañera un enemigo, alguien con quien tendría que compartir o que disputar, a partir de entonces, el imperio que con su esfuerzo y su trabajo había conquistado. También hubiera podido descubrir un ser de menor rango; un ser ciertamente seductor y atractivo, pero también menos capacitado para el esfuerzo y la fatiga física. En definitiva, hubiera podido pensar en qué modo esa nueva criatura podría «servirle» para sus proyectos intramundanos o, lo que es lo mismo, cómo podría servirse de ella del modo más eficaz y provechoso.
Estas han sido las actitudes que el Adán histórico ha sólido adoptar respecto de su compañera Eva. Y quizá existió ese temor en la primera mujer, mientras esperaba que Adán —el hombre para quien ella había sido creada— despertara de su profundo sopor. Afortunadamente, nada más acabar de desperezarse, Adán comprendió enseguida que Eva era una persona, es decir un ser que se realiza en la comunión amorosa, un ser que, al haber sido querido por sí mismo, sólo se encuentra a sí mismo mediante el don sincero de sí[10]. Habiendo sido constituidos en la santidad propia de la inocencia original, todo su ser corporal tenía un significado esponsal, es decir, suponía una llamada a la entrega y a la comunión. En efecto, ambos estaban desnudos y «no sentían vergüenza». El cuerpo es un testimonio constante de que han sido llamados a ser «el uno para el otro»[11].
Que Adán decida tomar a Eva como mujer, significa que ella es aceptada como persona —es decir, que es querida por sí misma y no como un mero objeto— y que Adán se entrega también como persona y que es aceptado como tal por Eva[12]. Ese entregarse y aceptarse equivale al establecimiento de una alianza, de un compromiso de amor indisolublemente fiel hasta la muerte, puesto que «si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente»[13].
El relato de la primera fiesta de la humanidad permite deducir dos características esenciales de la «donación interpersonal amorosa». Aquí no caben ni las condiciones ni la instrumentalización. No hay auténtico amor conyugal —y consecuentemente tampoco un verdadero pacto conyugal— si uno de los esposos busca prevalentemente fines, cualidades o bienes que están fuera del proyecto vital y personal del otro; es decir, si quisiera al otro como medio o instrumento para alcanzar otros objetivos. La entrega de la persona es eso, un regalo gratuito e incondicionado de sí mismo, de su proyecto vital.
En la historia de los descendientes de Adán, nacidos con el pecado original, la radicalidad de la entrega esponsal adquiere tonos oscuros. En todas las culturas ha existido la instauración de algunas causas de divorcio vincular (el ahora llamado «divorcio remedio» en los casos límite). En el diálogo entre Jesús y los fariseos se advierte la tensión existente entre «la dureza de vuestros corazones» y el «éthos» del amor conyugal. Cristo afirma la vigencia del proyecto originario de Dios para el hombre y la mujer: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: “por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne”. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 4-7).
En mayor o menor medida toda cultura, por definición, ha defendido el valor de la entrega personal en el matrimonio. De hecho, ha sido siempre defendido como un valor de carácter social, hasta el punto que la cultura europea de raíz cristiana ha definido la familia de origen matrimonial como célula y fundamento de la sociedad humana. Decimos que toda cultura ha defendido el valor «interpersonal» del amor conyugal y del matrimonio, porque toda persona comprende sin dificultad que el verdadero amor es incondicional y contrario a la instrumentalización. La palabra «cultura» indica el conjunto de principios y valores que están en vigor en un momento dado en un lugar o espacio, y en virtud de los cuales las personas entienden que algo es o no digno del ser humano. En toda cultura, por definición, la entrega personal —es decir, el matrimonio— es entendido como algo valioso. Por eso, existen siempre leyes que regulan la institución matrimonial, origen de la familia y célula de la sociedad.
Pero, al mismo tiempo, toda cultura conoce también —en diversas formas y en diverso grado— rasgos evidentes de instrumentalización del amor conyugal. Hasta el punto que, en ocasiones, se ha podido desligar el amor y el matrimonio, como si fueran realidades que nada tuviesen que ver entre sí. Se ha defendido la institución del vínculo conyugal, aceptando que para su constitución bastaría el acto jurídico o la mera voluntad de los padres de los esposos. Ese ha sido uno de los problemas del pasado.
Hoy uno de los peores signos de «instrumentalización y condicionamiento» lo constituye la mentalidad divorcista, en virtud de la cual, mucha gente se casa con la condición «de que nos sigamos queriendo», «de que las cosas sigan como hasta ahora», en definitiva, «mientras nos sigamos siendo útiles el uno al otro». Aceptar el divorcio como punto de partida no es más que aceptar un esquema «instrumentalizador» de la persona humana y del amor conyugal.
Tanto las exigencias profundas del amor conyugal y de la sexualidad, radicadas en la dignidad de la persona, que no debe ser nunca instrumentalizada, como las consecuencias de la debilidad humana y las conductas legalizadoras del «utilitarismo sexual» son constantes de toda cultura humana.
[1] Juan Pablo II, Audiencia general del 20 de febrero de 1980. A partir de ahora citaremos los documentos del Magisterio por la obra de Sarmiento, A.-Escrivá, J., Enchiridion Familiae, Ediciones Rialp, Madrid 1992. La obra no consiste sólo en una mera recopilación de fuentes y documentos —lo cual se hace en forma exhaustiva, recogiendo todos los documentos magisteriales desde el primer siglo hasta nuestros días— sino que, además, se ha realizado un notable esfuerzo de sistematización, que facilita el acceso a los documentos. El Enchiridion Familiae aventaja a las recopilaciones ya existentes no sólo por el abundantísimo material recogido y ordenado, sino también por la posibilidad de consultar los textos en la lengua original en el que fueron escritos, al mismo tiempo que se proporciona la traducción española. Es particularmente digno de elogio el sexto y último volumen dedicado a los índices. Cuando nos refiramos a textos del Magisterio allí recopilado utilizaremos las siglas para abreviar «EF», seguidas del número del volumen y de la fecha del discurso. Así, en el texto citado: EF, vol. 3, 1980 02 20, n. 8. Para los documentos más importantes emplearemos sencillamente las dos primeras palabras seguidas del número que corresponda: Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, n. 11, Encíclica Redemptor Hominis, n. 10, Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, Encíclica Veritatis splendor, n. 48, o Carta a las Familias en el Año internacional de la familia, n. 10.
[2]Como es sabido, en el Génesis existen dos relatos de la creación del hombre. En el primer capítulo, aparece el acto creador en su unidad: «El Creador al principio los creó varón y mujer» (Gn 1, 27). En cambio, en el segundo capítulo la creación del hombre y la mujer aparece como realizada en dos momentos. La interpretación tradicional se inclinaba por entender que Dios creó primeramente al varón y, sólo después, a Eva. Una interpretación más estricta del texto sagrado permite entender que Adán no era ni varón ni mujer, sino un nombre genérico, sexualmente indiferenciado. Ese ser humano, después del sueño o profundo sopor que le envió Dios, se descubre a sí mismo como «varón y mujer». «A este primer ser humano la Biblia lo llama "hombre" (Adam), mientras que, por el contrario, desde el momento de la creación de la primera mujer comienza a llamarlo ("varón"), 'is, en relación a 'issa ("mujer", porque está sacada del varón = 'is)» (EF, vol. 3, 1979 09 19, 2.). Para un exhaustivo análisis de estos textos puede verse Aranda, G., Corporeidad y sexualidad en los relatos bíblicos de la creación, en AA.VV., «Masculinidad y feminidad en el mundo de la Biblia», Pamplona 1989, pp. 19-50, Castilla, B., ¿Fue creado el varón antes que la mujer? Reflexiones en torno a la antropología de la creación, en «Annales Theologici», 6 (1992), pp. 319-366. Aunque estemos de acuerdo con la exégesis que entiende a Adán como «nombre genérico», en el texto seguiremos refiriéndonos a él como varón.
[3] Choza, J., «Theia mania». La culminación del eros», en «La realización del hombre en la cultura», Madrid 1990, p. 130.
[4] Choza, J., Antropología de la sexualidad, Madrid 1991, p. 109.
[5] Ibidem.
[6] EF, vol. III, 1980 02 20, 5.
[7] Ibidem, n. 4.
[8] Ibidem, n. 6.
[9] Cfr. Redemptor Hominis, n. 10.
[10] Cfr. Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 24. Es necesario señalar que este pasaje de la Gaudium et Spes es invocado en multitud de ocasiones en el Magisterio del actual Romano Pontífice, hasta el punto que en la encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et Vivificantem, n. 59 se llega a afirmar que en aquellas palabras está resumida toda la antropología cristiana. Un desarrollo del texto conciliar desde la perspectiva de la familia se puede encontrar en la primera parte de la Carta a las familias.
[11] En la Exhortación Apostólica Mulieris Dignitatem, n. 7, leemos que «la imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer (por la analogía que se presupone entre el Creador y la criatura), expresa también, por consiguiente, la "unidad de los dos" en la común humanidad. Esta "unidad de los dos", que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la creación del hombre se da también un cierta semejanza con la comunión divina (communio). Esta semejanza se da como cualidad del ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo tiempo como una llamada y tarea. Sobre la imagen y semejanza de Dios, que el género humano lleva consigo desde el "principio", se halla el fundamento de todo el "ethos" humano. El Antiguo y el Nuevo Testamento desarrollarán este "ethos", cuyo vértice es el mandamiento del amor. En la "unidad de los dos" el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir "uno al lado del otro", o simplemente "juntos", sino que son llamados también a existir recíprocamente, el "uno para el otro"».
[12] Sobre la estructura y dinámica del don esponsal puede leerse EF, vol. 3, 1980 02 06, n. 1-6.
[13] Familiaris consortio, in. 11.